Opinión

Pecados capitales

Miro desde este corredor antiguo a mis queridos amigos tomándose unas cañas en el jardín. Aunque digo cerveza debería decir gintonic, crema irlandesa de whisky, cocteles variados y chocolate caliente.

Me encanta ver la altísima Obdulia zascandilear aquí y allá. Va y viene mientras las mujeres de mis otros amigos la miran con cierta furia. No sé si provoca esa situación su hermosa figura que se cimbrea como un abedul en el mes de marzo. Se sabe guapa y se dirige a cada uno de ellos dejando que sus pestañas se cierren ligeramente como la persiana rota del aparador. La verdad es que las esposas de las que hablo dicen amarla pero la odian porque saben lo peligrosa que es. Podría cerrar la boca como cualquiera después de la bebida, pero ella lo hará pasando su lengua entre los adiposos labios. 

Me da pena ver a Baldomero. Me preocupa cómo se desespera comiéndose las aceitunas rellenas como si fuesen manjares de los dioses. Avanza, mantecoso, a lo largo de las mesas y pincha aquí y allá y vuelve de nuevo y se ventila las croquetas, los calamares fritos, los mejillones en su tinta. Come tan desesperadamente que unos churros grasientos comienzan a bajarle de manera casi obscena por las comisuras bucales. Se limpia rápidamente con el envés de la manga de la camisa de rayón; bosteza, eructa y sigue comiendo, comiendo y masticando como si en ello le fuese la vida. La verdad es que lo tengo como muy buena gente y jamás pierde su encantadora cachaza.

No tiene el mismo ralentí mi amigo Silvestre. Uno debe andarse con mucho cuidado con él. Se irrita por un quítame allá esas pajas y no hace falta una oportunidad rara. Lo hace a diario ya sea por motivos de ideología política, por motivos fiscales o porque te olvidaste de invitarlo el viernes y lo hiciste el sábado. Tiene mala pipa. Pero lo soporto porque es un buen profesional, un ingeniero de categoría y me saca las castañas del fuego un montón de veces.

Ahora miro a Bernardette y espero, como siempre, verla de color verde, la tonalidad de la celotipia. Me admira cómo se comporta como una zarigüeya observando las sortijas, los pendientes, los zapatos Prada o Jimmy Choo de quienes asisten a la fiesta. Entonces se le hincha una vena del cuello y comienza a dolerse desesperadamente de su neuralgia del trigémino. 

¡Ahí llega el banquero! Le gritamos a Eurípides. Él pone cara de humilde y nos dice con su minúscula copa en la mano: “banquista, sólo banquista”. ¿Para qué querrá tanto dinero? Cada poco se toca el pecho y no padece del corazón sino del miedo a que le birlen cualquier día su cartera.

Cuando estamos a punto de cerrar el evento aparece lento, adormilado, algo pasmado, nuestro entrañable amigo Junípero. Estuvo a punto de venir a la hora prevista pero se dejó caer en la butaca. Dirá que tiene mucho que hacer pero estamos seguros de que nunca hará nada. La culpa es de su acidia.

El último de la fila soy yo. Conmigo soy poco ecuánime. Me perdono todo y me jacto de lo que no soy. 

El barman, mientras recoge las últimas botellas, me mira displicente y con una sonrisa harto burlona concluye: “ustedes no son un grupo de amigos, ustedes son los siete pecados capitales”. 

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