Opinión

Primera noche en Antioquía

El sol, aquella tarde, tomó un aspecto enfermizo y macilento. El día se iba arrugando y nos empujaba con sus congeladas manos a acercarnos a un fuego. Allí el calor provenía de aquella fogata que con troncos de roble chisporroteaba sobre la amplia piedra que venía a ser la base de aquella antigua cocina en la que se calentaba la cena y se intercambiaban viejas historias, algunos cuentos de osos, otros de ánimas… Entonces, a medida que la noche se iba tapando con un manto de lana cada vez más negra, los niños se acercaban a los mayores y los miraban fijamente con aquellos hermosos ojos, que brillaban entre tanto humo como dos cucarachas. 

Yo, invitado en aquella casa también aprendía y escuchaba. Era tal el ambiente que se formaba con aquel bule-bule de las palabras que tenía la sensación de que, aunque compartía las patatas cocidas y la calidez de la hoguera y el pan negro y la familiaridad -que es eso que te regalan en los pequeños pueblos, simplemente por eso…porque eres el maestro…-Digo amigo mío que, aunque yo formaba parte de aquella estampa de las ocho y media de la tarde, tenía la clara sensación de que era transparente. Me pasaban el plato de porcelana con unas u otras viandas, pero no me veían. Sólo me pasaban por encima la mirada.

La tarde noche les pertenecía a ellos. Así el señor Venancio contaba cómo se había cortado con una lata oxidada. Entonces la mostraba. Era un buen tajo como de seis centímetros o más y ante la luz mísera que nos envolvía, impresionaba que aún estaba abierta y negra. Nadie se preocupaba porque él explicaba lo que todos sabían: había cortado la hemorragia envolviéndole una tela de araña. A los dos días estaría curada. 

De unas cosas pasaron a otras y también nos pasamos la jarra de barro con dos franjas. El vino era flojo y peleón, pero se limpiaba una vez bebido con el torso de la mano o con la manga. Parece que había venido el maragato, aquel de Astorga, que les cambiaba tocinos gruesos de cuatro dedos de ancho por los jamones. Está claro que los blancos tocinos les hacían más avío que los jamones ya que al fin y al cabo rendían bastante más. Aquella noche quedó bien claro cuando nos regaló la señora de la casa aquellos torreznos fritos.

Y hablando de aquella ciudad de la que provenían se pusieron a contar una historia que ellos sabían de buena tinta. Era la historia del puchero de sopa que tan bien les venía a las recién paridas. Aquel grasoso caldo de gallina era un alivio y un remedio eficaz para devolver la fuerza a aquella madre que hace nada era una muchacha. Yo, callado como ya dije arriba, gocé de la conversación y guardé en mi imaginación aquellas imágenes que en mi mente se construían con regocijo, un montón de humo y una admiración extraordinaria. 

Lo maravilloso provenía de un hecho que daban, por cierto: los maragatos una vez nacida una chica o un chico mandaban al padre, y no a la madre, a guardar cama y a ellos era a quien atendían con aquella sopa gallinácea. Nadie hacía comentarios necios y todo el mundo se admiraba, se extasiaba, y tenían claro que cada pueblo tenía el derecho de construir su historia como les diese la gana.

Me acercaron, y creo que seguían sin verme, aunque me miraban, una manta que alguien trajo de la mili con una raya blanca y me dormí sobre el escaño calentito, más sabio que había sido antaño y esperando que el sopor durmiese conmigo hasta la mañana.

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