Opinión

Regreso al miedo

La abuela, enjuta y lista, hablaba sabiendo que todos la escuchaban con respeto. Incluso los tres pequeños con los que había sido bendecido aquel hogar, eran capaces de permanecer en silencio. Realmente abrían los ojos como platos ante la charla, siempre interesante, de la familia.

Todos al rededor de la “lareira” que procuraba un calorcito necesario en aquellas noches en las que, codo a codo, se analizaban las últimas noticias de la aldea. Noticias minúsculas pero suficientes para aliñar las conversaciones. A veces, no siempre, algún vecino acudía también y entonces se formaba un rebumbio que pretendía ser un “fiadeiro” en el que se hilaban abundantes chascarrillos. Un gato pasaba entre las piernas de los asistentes levantando el rabo como para dar su propia opinión y casi siempre lo que le concedían era una patada que lo estampillaba contra la pared. Protestaban las mujeres de la brutalidad de las botas de los hombres y terminaba el gato en las rodillas de alguien de buen corazón que lo llenaba de mimos.

Hablaban entonces de las máquinas, esos utensilios diabólicos que quitaban los puestos de trabajo y que habían llegado inesperadamente a un tiempo en el que la agricultura era percibida como un territorio común, que sólo funcionaba bien gracias a la unión de todos y bajo el principio de “yo te ayudo y tú me ayudas a mí”. Ahora que los caciques estaban de capa caída y empezaban a pagar, aunque fuese de manera mísera… habían llegado las máquinas. ¡Vaya por Dios!

El tren, ese gigantón loco, pendenciero, odioso, de hierro negro y rojo, que chillaba a través de la llanura y que demostraba su origen terrible al echar aquel humo intenso del carbón piedra, era el rey de la desesperanza. Traía efectivamente, a los más jóvenes, la posibilidad de viajar, a tierras desconocidas; pero traía también el recelo y la suspicacia ante lo nuevo.  Su velocidad era tremenda.

De pronto la abuela bajó la voz y todos lo hicieron también. Se dice –dijo con afectación– que corre tanto el tren porque untan sus ruedas y sus ejes con grasa humana. ¡Oh! Asustados la escucharon con terror. Se hizo después un silencio que se podía cortar en rodajas. Y cuando los niños, temblando, también preguntaron, entonces les respondieron a una: para eso está el sacamantecas. ¡Qué miedo!

El viejo del vagón 315, recostado agradablemente en su asiento 25, tenía estos viejos pensamientos. Él había sido uno de aquellos niños que habían tardado en dormir, aquella noche, temiendo que el saca-untos subiese por el árbol hasta su dormitorio, abriese de golpe la ventana y ¡zas!, se lo llevase… a saber dónde. Qué tontos éramos, pensó el hombre mayor. Creíamos cualquier cosa.

La azafata les ofreció lectura y él aceptó uno de esos periódicos de prensa amarilla. Leyó: Encuentran al joven desaparecido hace una semana en un Hotel de la capital. Estaba inconsciente y en la bañera con hidromasaje. La policía investiga el hecho sorprendente de que presenta  una incisión a la altura del riñón.

El viejo no dijo nada, encartó el diario de papel, y se apeó, por si acaso, lo más pronto posible, en la siguiente estación.

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