Opinión

En sábanas de franela

En este cuarto día Antioquía ya no es, para mí, un pueblucho sino una dispensa llena de aromas, saludos cordiales, robles y encinas donde viven las ginetas y unos bichos de cuello largo. 

Igual que un jersey, supongo, se confecciona entrecruzando puntos, también en el aire de un pequeño pueblo se entrecruzan los sonidos con el latido de la tierra y unas pelusas blancas. Dirás que es una fantasía hasta que veas estallar, frete a ti, esa realidad agrícola.

Así, el regato minúsculo que alimenta al anciano molino, te llevará quieras que no a aquel vientre de la madre en el que escuchaste aquellos fluidos vitales y primigenios. Percibirás cómo explosionan las pequeñas burbujas y como se resbala la plata líquida entre las verdosas plantas, cómo salta los pedruscos, cómo se pone a correr como una loca a través de los surcos del prado.

Cómo vocaliza la gallina la soberbia de su huevo recién alumbrado, o cómo el perro no deja de abrumar al amo con aquellas carreras que pretenden mordisquear las patas gordas del toro que se pavonea negro y bravo. Cómo el aire no es sólo aire sino oxígeno con picatostes azulados y marrones de tantos y tantos pájaros.

Alguien estará contento porque le ha nacido un chico y silbará la canción que aprendió en el cine de la villa, aquella que tanto le gustó “La Marcha del coronel Bogey”, supongamos. Los carros avanzan llorado porque se despiden de lo que son y ya no lo serán jamás, porque hoy alguien estrena un tractor verde y blanco. Ese carraspear agónico, casi obsceno, ese run-run de los motores irá sepultando poco a poco lo que antes fue el campo.

Esta tarde me he ido con los chicos a aquel poblado que han hecho exacto, idénticas sus casas, blanquísimo y con aquel comercio que llaman Economato. Aquí hay de todo, decían las niñas mientras buscaban en las estanterías cosas útiles y preciosas. Los chicos compraban achiperres y pastillitas negras. Todos saltaban, bromeaban, reían, pero tuve el pálpito al volver, de que con ellos volvía como un compañero más, la melancolía por el futuro de este planeta que aún es puro, pero que, tal vez, como la Juanola se vuelva ácido. 

A esa hora de la tarde los sonidos de los que hablamos se transponen en patituertos y son un montón de patas de ovejas y cabras que resueltas buscan cobijarse bajo el tejado rojizo y viejo de las antiguas cuadras repletas de aperos de labranza, hierba seca y algún lagarto que robará su leche, dicen los muchachos, cuando ellas duerman bostezando.

Yo que soy un urbanita un poco sí extraño, pero me callo y me dejo golpear el alma con las hojas lanceoladas de los chopos que nos miran enfáticos. Poco a poco me voy convirtiendo a lo que fue el primer hombre. Aquel tiempo en el que se compartía la naturaleza viva y coleando, como lo hacen estos estudiantes, ya sean las chicas o los chicos de octavo. 

Tumbado sobre las sábanas que he comprado en el almacén que visitamos percibo su franela y me tapo. Otro sonido, el de la campana de la ermita llama, como ha hecho siempre, a rezar completas a unos frailes de los que quedan sólo sus espíritus seguramente enganchados en el campanario. Eso no le asusta al maestro, pero que desaparezca lo bucólico sí le da miedo y le deja preocupado.

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