Opinión

Segunda noche de invierno

Cerré la puerta con aquella llave gruesa de la que colgaba un canutillo de lana roja. La verdad es que no hacía falta pues en el pueblo nadie entraría en el local. Era la escuela y eso para los viejos del lugar era intangible. La escuela, entonces, ya sé que ahora no, tenía una misión y era la de guardar la sabiduría para trasmitirla a los niños del pueblo y a los restantes mortales.

Me di cuenta luego de que el respeto con el me veneraban no provenía de mí, jovenzuelo profesor primerizo, sino del hecho de que yo era el oficiante que podía tocar la sabiduría con mis manos.

Ya os había contado que tenía la clara sensación de ser transparente, de que me miraban, se interrelacionaban conmigo con todo afecto, pero no me veían. A esa altura, en el segundo día de mi estancia en el pueblo, comencé a entenderlo. Me respetaban tanto por mi hierático oficio y eso me convertía para ellos en un ser casi mitológico. Extraña sensación para un chaval que estrenaba el ser un hombre que trabajaba, casi sin percatarse, con lo arcano.

Las señoras del pueblo habían limpiado la sacristía de la ermita y se acercaron dos hombres a enseñarme mis aposentos. Eran simples: una altísima cama de hierro con un jergón de borra y una banqueta. Digo mal ya que también poseía una vela amarilla apretada a la fuerza sobre una dorada palmatoria. Ésta parpadeaba sobre el cuadro del ventanuco.

Malamente pasé esta segunda noche. El frío me perseguía, aunque me tapaba con aquel abrigo loden y gris que había traído. No apagué la vela porque no tenía más cerillas para volver a encenderla y siendo sinceros porque el miedo a lo desconocido se acostaba conmigo. Deseaba que pasase rápidamente la noche, pero ella no me hacía caso y caminaba lenta y dando traspiés como una vieja.

A los pies de la cama estaba mi maleta en la que mi madre había metido todo un equipamiento para la montaña. Cada poco me levantaba y cogía una pieza de lana con la que me cubría más y más. A la mañana, aquella cama sin mantas ni sábanas era un revoltijo de ropa mal apañada.

La luz de la mañana fue colándose apamplada por aquel agujero tapado con un cristal viejo. Me percaté que realmente aquello que yo tenía por ventana era sólo una parte del limosnero de la ermita. Efectivamente, ya que cuando arrastré aquella puerta y me vi fuera pude leer un viejo cartel que seguro se dirigía a los peregrinos y romeros:

“Echa limosna, viajero, al Cristo del Ecce Homo y al instante verás cómo te saca del atolladero”.

El hambre de la mañana era un ratón en el fondo de mi armario personal. Me estaba preguntando si empezaba el pequeño queso que traía en la mochila para iniciar un frugal desayuno, cuando apareció una buena mujer con un humeante caldero de leche fresca recién ordeñada.

Me lo eché al coleto, como diría un castizo, rápidamente y delante de la señora que se tapaba con un gordo chal color de avellana. Se rio la mujer lo más discretamente que pudo al veme con aquel bigote lechoso y cálido.

El agua caía leve, menuda y fría en aquella mañana que me mostraba, de nuevo, otra estampa de Antioquía. Las casas mantenían el piso de arriba y desde abajo les subía aquella calefacción vacuna y caballar a la que yo envidiaba desde la mía desvencijada y desguarnecida.

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