Opinión

Siempre es Viernes Santo

Hoy suenan trompetas al fondo de la calle. Tambores unísonos. El santo Cristo de Velle nos mira aún como aquel día, paciente y policromado. Un frío burlón y urbano, de silbidos difuminados, se estira por las calles cercanas. Caerá muy pronto la noche despacito, flemática, mientras el Miño irá comiéndose a mordiscos de agua las luces de la ciudad dorada. Sólo he de cerrar los párpados para que los recuerdos me estallen en los pulsos de las muñecas: siempre es Viernes Santo. Mi madre pone la ropa de los domingos, planchada e impecable sobre la cama. ¡Hay que moverse! Dice mientras se escuchan las carracas tras la ventana.

El sol en estos días de la Semana Santa tiene un amarillo especial o me lo parece a mí. Es como si el mundo adquiriese, de pronto, otras leyes naturales, como si cambiase la ley de la gravedad o la ley de la entropía por estas emociones que te penetran a la altura de la clavícula y ya no te van a abandonar nunca. Bueno, pienso yo, monaguillo de iglesia de barrio.

Llaman al timbre. ¡Es Sarito! Les grito a todos con el convencimiento de que su llegada representa un hito para la humanidad. En mi mundo, de los siete u ocho años mis amigos eran los puntos sobre los que giraba la esfera terrestre. Y nuestras preguntas tan importantes como las que se formularía la humanidad a través de los siglos: ¿Quién toca la campanilla? ¿Quién prepara el incienso? ¿Quién llevará el calderín del hisopo?

Corremos por la calle abajo y ¡zas! En un instante los pantalones impecables ya son sólo unas prendas de diario. Las piedras de aquí, de Puente de Domingo Flórez, son duras de verdad. Pero el dolor, que se nos queda pegado como si tuviese Pegamento y Medio, no tiene ninguna importancia. El cartel de Ricardo “ultramarinos finos, vinos y licores” nos mira descolorido. Carmina se ríe. Doblamos la esquina de Doña Pepita, Centeno, Alfredo y ya casi llegamos.

La señorita Pilar, delgadita, joven maestra… nuestro secretísimo primer amor, nos saluda moviendo su pamela nueva, mientras al caminar muestra peripuesta su falda estampada de lunares blancos. Don Guillermo nos revisa con sus ojos de repasar cuadernos.

Los guardias, de gala, guantes blancos y correajes amarillos hacen la escolta. Unos hombres destapan la cruz. Los latines de Don Miguel nos dan un poco de miedo en los improperios. Don Ricardo desnuda el altar y un silencio gris se expande como la niebla que baja de San Pedro de Trones y se arrodilla en la barbacana.

Son las cinco y cuarto. El bar de abajo y el bar de arriba están cerrados. Pasa la procesión y cantan nuestras madres “perdona a tu pueblo Señor” alargando la “o” una enormidad. El Ford cuadrado de Ramiro está ocupando la calle. Avanzamos, caminamos… pero nos aburrimos y mientras ponemos cara de buenos, intentamos entrar en el Bar de Cachapo a comprar unos chicles. Al salir nos damos de bruces con el Cristo que nos mira dulce y polícromo desde la imagen. Nos mantiene la mirada y se nos cuela hasta el corazón. Nos dice muchas cosas con sus palabras sin sonidos y nos las guardamos secretas para cuando, ya adultos, nos hagan falta. Luego el sol se rompe en pedazos y viene la noche que se posa, más tarde, estremecida sobre la Peña del Cuervo.

Entonces también era Viernes Santo.

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