Opinión

La suerte de Petunia

Si viniese alguien desde el “más allá” – que debe ser un lugar muy lejano pero al que también se llega de repente- y viese este mundo nuestro, tendría la sensación de que  habríamos devenido en la pobreza más absoluta: caras enjutas, pantalones desgastados y rotos y zapatillas de todo a cien. 

Hace no muchos años ese era el aspecto que tenían los pobres. Llegaban a las aldeas con su saco de pedir. Las abuelas compartían con ellos un trozo de pan, puede que un trozo del tocino, les invitaban a un plato de caldo y un vaso de vino. Y las abuelas se quedaban tan ricamente –nunca mejor dicho- sabiendo que en el bloc de San Pedro les habían apuntado un positivo 

El dinero nos vuelve locos. Aunque ya dice mi amiga Amina que el único que nos vamos a llevar es el que hayamos dado en limosnas.

Cada lunes observo el local de loterías. La gente entra con un respeto supremo. No se habla. Se sigue la fila. Se pide con un hilito de voz el número que siempre se juega pero que nunca toca. Porque eso sí, luego intentamos auscultar, con ansiedad, los pómulos de Ethel, la lotera, aunque… tampoco ese día hemos tenido suerte. Pero el local tiene un halo especial. El que entra, que debemos ser todos, siente pudor. Nuestro número es secreto. Nuestros deseos, también secretos, nunca cumplidos. Es como desnudarnos de los sueños. Pero la próxima semana… Ethel seguirá leyendo en nuestros rostros ese sinónimo de “esperanza” al que llaman “ilusión”.

Me han dicho que la posibilidad de que nos toque un buen premio se reduce a… casi mejor no jugar. De todas formas ¿y si, por fin,  nos tocase ese grandísimo premio? Pues no sé qué haríamos…pero no se lo diríamos a nadie ¡No! Buenos están los tiempos como para ir por ahí diciendo que estás forrado. Aunque… bueno… siendo así… se me ocurre que casi no merece la pena que nos toque. No señor. Porque lo magnífico sería salir por todo el barrio gritando: ¡Soy rico! ¡Millones! Y las gentes saldrían a los balcones a ver tu limusina plateada y a ver  tu chofer con gorra.

Envidiosos, nos hemos  inventado, a nuestro favor, esas leyendas urbanas de los nuevos millonarios que se fueron a la ruina después de perder el amor de la familia y de sus amigos. Y nos consolamos mutuamente con la suerte que hemos tenido de… “no haber tenido suerte”. 

En aquellos años del hambre, que en este país han sido un porrón, la señora Petunia era considerada la más pobre del Ayuntamiento. Si nadie tenía casi nada… ser la más pobre tenía que ser… la repera limonera. Pero como hemos sido un país solidario, los vecinos, tocado su corazón, acordaron hacer una colecta para comprarle una gallina. Dicho y hecho. Juntaron aquellos cuartos y en la feria del veintiocho le compraron una gallina pedresa preciosa. Claro que como nadie va a tener toda la suerte del mundo, ocurrió que una tarde se le perdió su gallina. ¡Qué drama! Que si la zorra, que si la garduña, que si… a saber. Y aquella mujer que había sido pobre, pero ahora tenía una gallina, lloraba por los caminos diciendo: “¡Qué feliz es aquel que no tiene nada!”.

Que no, que no voy a desearles la suerte de la señora Petunia.

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