Opinión

Ternura

No amaneció aquella mañana con desparpajo. El aire se movía despacio y traía un olor invertebrado y dulce, como el de las acacias. Aquel llanto, el del Cordero, ponía sobre la piel un escalofrío. Un sobresalto del alma.

Ya estaba allí. Ya se había cumplido. El hijo de María, aquel hombre, no parecía casi nada, sino un árbol roto y desbaratado, sólo una piltrafa. Aquel viernes podía verse de lejos, desde la Puerta Oeste de Jerusalén, su desnudez inmaculada.

De todo aquello, las caídas, los desprecios, quedémonos, al menos, con el intercambio de las miradas. Las madres hablan poco, sólo lo esencial, y si tal, lo que han de decir se les lee en los ojos. Su lectura es fácil: siempre es la fórmula del mimo y la terneza.

Ella sí lo sabía y lo sabía todo. De todos los seres humanos que convivieron con el Cristo, de todos ellos… nadie se enteraba de nada. Incluso Juan, que sabía y dudaba, el precursor, mandó a preguntar si era Él al que los profetas esperaban. Y el Padre nos respondía a todos llamándole Hijo y explosionando el Espíritu como un pájaro blanco sobre el agua.

Nunca es fácil creer. Supone vértigo y sobresalto. Sólo ella sabe el secreto del ángel. Ella, incipiente iglesia, sabe que también es Dios aquel niño. Entre la madre y el hijo se produce una comunicación secreta, la complicidad que implica que ambos saben y los otros aún no. La madre es cómplice: sabe y calla. Camina a diario con la felicidad de tenerlo frente a los ojos por un pedazo de tiempo. Pero sabe también que se lo arrebatarán por la espada. 

Ahí están, le dijeron, tu madre y tus familiares que quieren hablar contigo. Les habían susurrado que parecía un joven “desquiciado” y querían encontrarlo para retornarlo a casa. Y él, no titubea dubitativo e inexperto, y no toma partido por ella, sino por los otros: “Mi verdadera madre y mis hermanos son los que hacen la voluntad de Dios”. Y ella, humanamente desairada, entiende y calla. 

Benditos los pechos que te amamantaron. Aquella mujer se derrite en admiración y tiene casi envidia de su madre. Pero él lo tiene claro y les explica “Más bien benditos los…” perseguidos y desarrapados, mis bienaventurados.

Poco a poco sentirá no sólo la felicidad de tenerlo sino la orfandad materna que no es otra cosa que sentirse casi repudiada por aquel que prefiere las malas compañías. Echará sobre sus espaldas el pecado de su pueblo.

Aquí me tienes -imaginemos un mar de sensaciones- en el momento sublime de la crucifixión. No tengas miedo, hijo, que yo estoy contigo. Pero entonces, increíblemente, inesperadamente la rechaza: “Ahí tienes a tu hijo”. El Señor se permite una argucia santa: se transforma en todos las mujeres y los hombres de la tierra. Dolorida con su nueva maternidad, seguro que capta la lejanía del hijo y toda la cercanía de cada mujer y hombre que a través de la historia necesiten de su consuelo. Al fin…será la ternura de Dios con su pueblo.

Al fin y a la postre es una madre más, hecha de sinsabores y esperanzas, de ansiedades y gozadas, de planes para los hijos y de realidades inacabadas. María hace más creíble en su maternidad la humanidad del Cristo y su ensamblaje perfecto con el Dios que salva.

El grito de Jesús rasgó el cielo. En el camino pedregoso se habían ido secando las ramas de olivo y las palmas… Haced lo que Él os diga… Y el apóstol la recibió en su casa.

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