Opinión

Uf... menos mal

En las gasolineras se montó un terrible guirigay. En los supermercados un terrible estropicio. En las comunicaciones ferroviarias un follón indescriptible. Había llegado el Gran Apagón, pero el hombre actuó con tranquilidad.

Los móviles, esos imprescindibles aparatos de comunicación, dejaron de ser efectivos porque se agotaron sus baterías. Se extendió inmediatamente una gran sensación de soledad. A quién podrían recurrir si todo quedó completamente colapsado. Pero el hombre buscó en el pequeño bolsillo de la camisa su antigua agenda y mantuvo la tranquilidad.

Y entonces las cocinas se volvieron unas hermosísimas y tontas planchas de metacrilato o de latón niquelado y la gente tenía hambre y necesidad de calentarse… El hombre metió su mano en el bolsillo y quedó tranquilo pues allí, humildes, barnizadas de cera, estaban las insignificantes cerillas.

Y los enfermos ya no estaban inscritos en el ciberespacio. Una pena, pues los especialistas volvieron a la antigua usanza de preguntar al paciente donde le dolía y desde cuándo. Y los pacientes se sintieron halagados de aquellas preguntas tan humanas y comenzaron a creer en aquello de lo que nunca habían desconfiado, de la sanidad. Sólo que ahora era más perceptible. El facultativo ya no era una persona de bata blanca que, a modo de bufanda, llevaba siempre colgado el fonendo, sino que era un humano con una sonrisa de oreja a oreja, y con una tosecilla como cualquiera, llegado al caso. Al salir de la consulta el hombre miró la garabateada receta con tranquilidad.

La educación en los centros se congeló. Las pizarras digitales se volvieron inservibles. A nadie se le había ocurrido que en tal situación la educación online ya sería obsoleta y el profesorado había quedado frente al alumno como lo estuvieron en los pasados siglos. Volvieron a manejar el verbo, la creatividad, el dibujo con tiza sobre las paredes. Y las chicas y los chicos preguntaban y el profesorado respondía trasmitiendo lo que ella o él sabían. Se habían ido a la porra, así, de repente, aquellos planteamientos tan brillantes que hablaban de que era el alumno el que debía construir el tema. Volvieron a funcionar los trabajos en equipo. Quien más sabía apoyaba al menos dotado. La gente, los padres modernos volvieron a mirar al profesorado como aquellos que poseían la sabiduría y sabían trasmitirla. Y entonces se creó una corriente nueva que ya era antigua entre el profesor, el alumnado, los familiares del alumno, la institución educativa. Y ya nadie era un código QR ni un código binario repetido, sino una persona asustada frente a este mundo que se había paralizado. Y el hombre se sintió tranquilo porque volvieron a sacar la punta a los lapiceros, a soplar la punta de los bolígrafos congelados. Y como no funcionaban los buscadores digitales volvieron a las bibliotecas llenas de polvo y de libros. Y se dieron cuenta lo hermoso que era un libro con los cantos dorados o uno al que había que rasgar el filo de sus páginas a cuchillo, y sintieron la gran alegría de que los libros no eran papel inerte, sino unas señoras campanudas como Rosalía o como la Emilia Pardo Bazán, o unos señores con bigotito y perilla que cantaban a las golondrinas, o a aquellos antiquísimos tiempos en que todo fue mejor.

Y en ese instante, cuando la tranquilidad iba llegándole al hombre, lenta, acompasada, como llega el agua a la playa…entonces … retornó la luz de manera masiva y dieron por superada la destructiva tormenta solar.

¡Uf… menos mal!

Te puede interesar