Opinión

Riesgo, dicha o aventura, el acto de leer no es inmune a los cambios de época

Dejo atrás las profusas librerías de Buenos Aires (el adjetivo es borgeano), viajo trece horas en avión con pocos o ningún libro a la vista ; desembarco en España (fin del verano en Menorca: la misma escasez de libros en la playa, con excepción de un Harry Potter en manos de un niño ; breve paso por Barcelona y Madrid , y una novedad en el periódico: las librerías cierran una tras otra, siendo sustituidas por dos cadenas inmensas, pantagruélicas, babilónicas que en sus diversas plantas dan cita a todo el universo editorial. Las pequeñas (y no tan pequeñas) librerías que encontrábamos en los barrios se transforman en librerías-boutique o en librerías de viejo (la calificación no es solo de nomenclatura), que albergan ediciones fuera de comercio, libros de lujo, desclasificados o inhallables o, para el ojo codicioso del bibliófilo, primeras ediciones de antaño que, como se sabe, son atesoradas más por su valor de mercado que por las dispensas de su lectura.

¿Es el fin de la lectura entendida como acto natural y democrático?, ¿es el fin del libro como pan de cada día, según creían los viejos fundadores de bibliotecas? No, porque en aquellas megalópolis de varios pisos está todo, o casi todo lo que se edita, cuidadosamente ordenado en secciones, separado por cuartos, indicado con flechas que conducen hasta el género que uno busca: ciencia, arte, literatura universal, latinoamericana, española, autoayuda, literatura infantil, y podría seguir. Pero en los vuelos, en los bares, en las plazas, muy pocos se entregan a una lectura que no sea la de los periódicos o la emanada de los dispositivos portátiles. Parece que la aventura de leer ha sido dejada en manos de unos raros personajes que, con sus antenas erizadas y su buen olfato para detectar primicias, están llamados, en esta época de profusión mediática, a continuar el rito de guardar en la memoria lo que se escribe. Ellos leen para sí, pero –bien observado el hecho- también leen para otros. Para que la práctica de la lectura no se pierda, reflexiono. Como los protagonistas de Fahrenheit 471, la célebre novela de Bradbury, que, agrupados en círculo bajo los árboles o de pie como penitentes, memorizaban los viejos libros de la humanidad.

Continúo mi viaje y compro en Santiago de Compostela un libro titulado Leer es un riesgo. Me sorprende el enunciado, ya que el riesgo es el último de los efectos que le hubiera atribuido a la lectura. Su autor es Alfonso Berardinelli, crítico literario italiano, profesor universitario que abdicó de la enseñanza, dedicándose a dar conferencias y a polemizar. A poco que comienzo la lectura comprendo que el calificativo “riesgo” apunta a la idea de “aventura”. Pero no puedo sacar de mi mente la eficacia comunicativa y, asimismo, el alcance publicitario de ese vocablo que desciende sobre el lector como un golpe de maza. ¿Puede el acto de leer deparar riesgos?, me pregunto. Al instante, comienzo a coincidir con Berardinelli: claro –creo entender-, los libros malos aparejan el riesgo de su pobre catadura moral, aparte de sumar el perjuicio de la pérdida de tiempo. Pero, ¿cómo saber de antemano qué libros son malos y cuáles buenos? Hubo quien se preguntó con ironía: ¿los libros malos son los que pegan? Avanzo con la lectura y comprendo que Berardinelli se refiere a riesgos provechosos. Aquellos que nos abren el mundo y que ensanchan la mente. Riesgos que es saludable correr: el ansia de traspasar fronteras en el regreso al hogar (la Odisea); la búsqueda de un horizonte de espiritualidad y trascendencia (La Divina Comedia); el descubrimiento de lo real a través del puente de plata de lo imaginario (El Quijote); la construcción del pasado con el río inagotable de la memoria (En busca del tiempo perdido).

Un cambio de época, de eso se trata. No es una crisis del libro, sino crisis de la lectura. Ya no se lee como en los dos siglos que nos precedieron, en los que el silencio y el espacio adecuado para leer tenían un valor casi sagrado. Hoy se da el fenómeno no de los analfabetos, sino de los instruidos que sustituyen la realidad de los libros por otra en gran medida artificiosa. Google es la nueva Enciclopedia, y Google es todos los libros y es ninguno a la vez. La cultura audiovisual ha puesto en ciernes las condiciones para una lectura crítica. Una lectura que invite a discutir con el libro, excavando en la literalidad de sus contenidos, y que se prolongue luego en la conversación donde se pondrán a prueba las ideas así aprendidas. Sí, un cambio de época, en el que hay pérdidas y ganancias. El tiempo dirá cuáles son unas y cuáles otras.

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