Opinión

Los del más allá

El día de ayer, primero de noviembre, es un día señalado en el Calendario general de la Iglesia y hoy recordamos a cuantos nos precedieron. Los que sin mérito propio y sólo por gracia de Dios tenemos fe, experimentamos en el día de todos los santos una inmensa alegría. Hermanos nuestros de toda raza, lengua, pueblo y nación son celebrados, por la Iglesia, en una fiesta que llega a plenitud en el cielo. Sí, a menudo incluso los cristianos olvidamos que las celebraciones litúrgicas unen el cielo con la tierra, a la Santísima Trinidad con los que peregrinamos, a los ángeles con los hombres.

La antífona de entrada de la solemnidad de los Santos, canta así: “Los ángeles se alegran de esta solemnidad y alaban a una al Hijo de Dios”. La liturgia de la Iglesia hace descender el cielo a la tierra y subir a la gloria con Cristo, a los que peregrinamos abajo. Es la llamada dimensión terrena y celestial de la Iglesia y de la liturgia. No lo podemos olvidar: nuestra patria definitiva es el cielo, aquí caminamos desterrados, anhelamos revestirnos del vestido definitivo, la fe es oscura pero segura, al deshacerse nuestro tabernáculo terreno tenemos una morada en la gloria. La muerte no tiene la última palabra; como ha resucitado Cristo, así resucitaremos también nosotros. Un buen recuerdo para el día de hoy, fieles difuntos.

Esto creyeron y vivieron los santos de todos los tiempos. Esto llenó la vida de los tres santos (Pablo VI, beato por ahora) de la segunda mitad del siglo XX e inicios del XXI.

San Juan XXIII es el papa que convocó el Concilio Vaticano II, el “papa bueno”, de la paz y el ecumenismo, el papa de la sonrisa y la ternura. Pablo VI, el continuador e impulsor del Concilio, el papa sabio, incomprendido muchas veces, el papa del diálogo, del la "Ecclesiam suam"(6.8.1964) y de la “Marialis Cultus” (2.2.1974), incansable discerniendo los más difíciles temas de la vida de la Iglesia. Juan Pablo II, el Papa hecho santo “súbito”, el papa venido de lejos, viajero incansable, preocupado por el hombre, maestro de celebraciones litúrgicas, que introdujo a la Iglesia en el siglo XXI, el papa del atentado y que no quiso “bajarse” de la cruz.

Los tres son ya “bienaventurados” y la Iglesia los ha proclamado como modelos de vida para llegar, con la gracia de Dios, al cielo. Porque el cielo "no se toma por asalto", sino que es don gratuito de Dios, ofrecido a los necios según este mundo, sencillos y limpios de corazón. Sólo los pobres y sencillos ganan el corazón de Dios. A los santos les anuncia el Evangelio: “Alegraos y regocijaos porque vuestra recompensa será grande en el cielo”. Pero en la tierra comienza ya y va creciendo esa alegría.

La esperanza que empapa la liturgia católica en el día dos de noviembre nos da la gran ilusión de que incontables hermanos nuestros de toda raza y nación también gozan de las alegrías eternas del cielo aún cuando carezcan, aún, de una peana en nuestros templos. Es el consuelo para cuantos acudimos en esta jornada y ayer a nuestros cementerios a visitar los restos de quienes su morada está en el más allá.

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