Opinión

El sentido común

Todos, bueno, todos no, casi todos, excepto aquellos que saben que van en dirección contraria sin estar borrachos, nos levantamos cada mañana con el propósito de hacer cosas que estén de acuerdo con lo que llamamos habitualmente; sentido común. En gallego, a esta forma de proceder, o de estarse quietos y relajados, “pois sí”, le llamamos, “sentidiño”, no hace falta traducirlo, como con el catalán, se entiende todo.

Por aquí, afortunadamente, no somos radicales ni tampoco intransigentes con el idioma que hablen los niños en el patio de sus colegios, eso se lo dejamos a los talibanes de esas lenguas locales que, de tanto defenderlas, conseguirán que, más pronto que tarde, todos nos entendamos en inglés, así no te multan, no te odian, ni se ofenden. Porque pasa un poco como con las banderas, cuando ves a alguna gente agitando la tuya con vehemencia, te dan ganas de refugiarte bajo una enseña internacional; europea, de la ONU, o de ninguna.

Algunas veces lo conseguimos y, repasando la vida, recuerdas los momentos en que has acertado pero, si nos queda algún resquicio de deportividad y autocrítica, sabemos reconocer también nuestros errores y admitimos que, en ocasiones, nos hemos desviado de ese buen camino que nos hubiera llevado al sentido común.

En este punto, existen dos variante, solo dos, no es como las del coronavirus que tiene muchas; aquí no, aquí solo hay dos alternativas. Una: la mayoría de las veces, cuando te has equivocado, porque no has sabido hacerlo mejor e intentas corregirlo; lo siento mucho, no volverá a ocurrir, ya no voy a matar más elefantes; o dos: que lo has hecho a conciencia, sabiendo que no era lo correcto, pero pretendías lograr un objetivo determinado y nunca pensaste que te podían pillar con el carrito del helado. Una pena.

Hace unos días, en Televisión Española, ofreciendo un homenaje a la actriz, Verónica Forqué, que se había suicidado recientemente, no se les ocurre otra cosa que poner una antigua película de Almodóvar; “Kika” que, curiosamente, empieza con una escena de un suicidio. Aquí, una de dos; o la persona que tuvo en sus manos el poder de elegir la película, sabía perfectamente de qué iba el argumento, y la eligió precisamente por ello, en modo cabronada, o bien, lo más probable, que lo hizo al azar, entre las múltiples películas que tenía de esta célebre actriz, no supo hacerlo mejor, se equivocó y tuvo muchas críticas. El sentido común nos sugiere que hubiese sido mejor haber elegido cualquier otra.

Y así vamos por la vida, entre aciertos y fracasos, entre penas y alegrías, hasta que la muerte nos separe. Cuando las decisiones son en el ámbito personal y eliges caminos, densidades, intensidades, aficiones y compañías, las consecuencias, algunas incluso mortales, afectan únicamente al protagonista y su reducido entorno, pero cuando las decisiones se toman en nombre de un dios, de una patria o de un conjunto de ciudadanos, las consecuencias de esas decisiones, para bien o para mal, afectan a multitud de ciudadanos.

Al contemplar estos días las miles de hectáreas inundadas en el valle del Ebro, es lógico que pensemos que sería de sentido común el realizar el trasvase de ese río que se desborda periódicamente, a otro que está sediento, que jamás inunda, y que sus pantanos nunca pasan del cincuenta por ciento de su capacidad, como son los de la cabecera del Tajo. Aunque solo sea pensando en su función de aliviadero para evitar las inundaciones de sus fértiles tierras, sería una obra beneficiosa para todos, pero hay gente que prefiere ahogarse, antes que permitir que sus aguas sobrantes puedan beneficiar a otras regiones, a otra gente.

Esta sería una obra rentable, útil y necesaria, cuyos beneficios serían fácilmente cuantificables, en contraste con otros proyectos que se apartan de la lógica y del sentido común porque, tal vez, en ocasiones, oculten intereses económicos locales, particulares o empresariales, ajenos al bien común que toda obra pública debiera perseguir.

Incluso con los niveles actuales de la inteligencia artificial (IA) ya no quiero pensar en la futura, la decisión de que un tren vaya por aquí o por allá, debiera estar condicionada a lo que nos “ordenara” un programa informático en el que incorporemos todos los datos objetivos, no a lo que decida la terquedad y los intereses de un partido, banco, constructor o alcalde.

Yo, de usted, caballero, al menos dudaría.

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