Opinión

El engaño

Desde que Eva mordió aquella dichosa manzana que le llevaba la culebrita (ya debió desconfiar algo la tía, porque tampoco es normal que las culebras te lleven una manzana, ni siquiera un plátano; a ésta, los Blesa, Gayoso y Cía., le hubieran colocado las preferentes sin problemas) la humanidad se debate entre la verdad y la mentira. Nos pasamos la vida queriendo saber la verdad mientras todo el tinglado se basa en la mentira. Lo que pasa es que la verdad muchas veces no nos gusta.


Todo el mundo sabe que Caín fue el asesino de Abel, aunque no tengamos la película que nos muestre los golpes que le propinaba en la cabeza con la quijada del burro de marras. Hoy nadie sabe de verdad quien le daba en Santiago el veneno a la pequeña Asunta, aunque tengamos el video de su madre llevándola en el auto el día de su muerte. Y cuando sabemos la verdad de lo sencillo que resulta salirse por la tangente de una curva porque un conductor, el único que tiene los mandos, de un coche, de un tren o de una bicicleta, en lugar de frenar, acelera, queremos echarle la culpa al peralte, al ingeniero, a las señales, al sol o a la lluvia, cuando miles de conductores o maquinistas, pasando por el mismo trayecto y en idénticas circunstancias, llegaron sin novedad a su destino. Esta es la verdad, la única verdad, lo que pasa es que muchas veces no nos gusta.


 Qué tiempos aquellos en que el criminal confesaba entre sollozos: “Yo solito la maté, señoría, yo solito la maté”. Y cuando ya no encontraba razones para semejante fechoría, cabizbajo y arrepentido se le escuchaba entre balbuceos, como única justificación, un lacónico mensaje: “La maté porque era mía, señoría”. Hoy nadie confiesa, aunque tengamos todas las pruebas, todas las evidencias, todos los videos de las cámaras de vigilancia, las pruebas de ADN, los testigos; nada, todo el mundo es inocente, todos pasaban por allí, todos preparados para engañar al juez, al jurado o a quien haga falta. Aquí es cuando echas de menos el confesionario, la amargura, el come-come, el sentimiento de culpa que, como en el caso de Judas, no ve otra salida que colgarse de una higuera y no es que diga que esta es la solución, pero sí que es la verdad, la única verdad, pero que muchas veces no nos gusta.


El engaño está tan presente en nuestras vidas que prácticamente no podríamos vivir sin él; es más, lo damos por descontado, como diríamos en lenguaje bursátil; por eso nos sorprendería en gran manera que, en lugar del consabido “no está, o está reunido”, nos dijera su secretaria: “Don Manuel, aunque le aprecia muchísimo, no tiene ganas de atenderle porque me dice que es Vd., un plasta”, por ejemplo. Esta es la verdad, lo que pasa es que muchas veces no nos gusta. 


 Por otra parte, estamos tan necesitados de encontrar motivos para sonreír un poco cada mañana, que en realidad queremos que nos digan algo bonito. “¡Qué bien te veo!”, por ejemplo, aunque no nos aporten pruebas. No sé si me explico. Por eso que únicamente hay dos verdades, y si no estuviera tan desprestigiada la palabra, diría que fundamentales, con perdón. La primera. La verdad de la vida, en la que nos engañan desde que nacemos con la jodida cigüeña, los Reyes Magos, los Santos Inocentes, la Biblia en verso, la fiesta nacional, etc. Y la segunda, la verdad de la muerte, que hasta aquí llega el engaño, que si realmente crees que no es el final, y que “tan alta vida esperas que mueres porque no mueres”, te disgustas mucho menos, pero, a este paso, va a resultar que los no creyentes, además, son gilipollas. Y llegado a este punto, y respetando a todos aquellos que tienen las cosas claras, tengo que decir que ya no sé lo que es la verdad, ni lo que es la mentira, ni que, tal vez, sea preferible el engaño.

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