Opinión

Un asunto enrevesado

Fue George W. Bush al Próximo Oriente y lo dejó armado hasta los dientes a conciencia. Ideologías, religiones y sectas aparte, el presidente de los EE.UU. cerró pingües contratos con Arabia Saudí y distintos emiratos del Golfo Pérsico por un mirífico montante total de veinte mil millones de dólares convirtiéndose así en un destacado viajante de comercio de material bélico moderno último modelo. Bombas guiadas por satélite para Riad, misiles Patriot para Kuwait y Emiratos Árabes Unidos, sistemas de radar y sofisticados dispositivos de guerra encuentran así salida en la región más turbulenta del planeta. Para entender bien la situación, en el mapa convulso del Próximo Oriente habría que proyectar en sobreimpresión el de reparto de influencias de los ritos sunní y chií dentro de la religión musulmana, hermanos enemigos en la zona. Y para comprenderlo mejor, baste recordar que los chiíes están a favor de Irán y los suníes, en contra. Dicho de otro modo, los chiíes son los malos, y los sunníes, los buenos en este caso, un asunto enrevesado que a primera vista parecería local o regional, pero que provoca una gran tensión y rozamiento a escala mundial porque Irán tiene la posibilidad y la capacidad de poseer el arma nuclear: ése es el quid de la cuestión.


¿Debe ser Irán el centro de todas nuestras preocupaciones futuras o es objeto de una demonización obsesiva e interesada por parte de los norteamericanos? Si por decisiones o declaraciones intempestivas fuera, ya estaríamos en plena guerra. Israel enseña los dientes, anuncia que posee un nuevo misil, el ’Jericó 3’, de un radio de 4.500 kilómetros, capaz de alcanzar Irán y con cabeza nuclear. A este anuncio advertencia, el presidente iraní, Mahmud Ahmadineyad, replica que Israel no se atreverá a lanzar un ataque contra Irán, que respondería con contundencia. Este enfrentamiento verbal es una rama más en el frondoso árbol de amenazas entrecruzadas que siempre están a punto de hacer volcar la paz en la crucial zona y por ende, en el mundo. Si a todo ello le añade usted la nebulosa de Al Qaeda, cuyos seguidores atentan tan fanáticamente contra Occidente, la intranquilidad resultará tan difusa como desasosegante.


Se daría un gran paso en este choque de dos mundos si el presidente Bush consiguiera desenmarañar -antes de que acabe su mandato- uno de sus nudos gordianos con la firma de un tratado de paz que establezca dos estados en Tierra Santa, uno judío y otro palestino, lado a lado, sin duda un gran sueño, justo en el lugar donde coinciden las tres grandes religiones monoteístas. Sería una gran lección para el mundo, las armas no son argumentos.

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