Opinión

Disturbios en el techo del mundo

Hablar del techo del mundo, de Tíbet, una meseta inmensa de 2,5 millones de kilómetros cuadrados poco poblada, situada en el Asia Central a más de cuatro mil metros de altitud, siempre resultará sugestivo. Añadir que tiene un líder espiritual en el exilio, el decimocuarto Dalai Lama, descendiente de una larga dinastía de señores feudales y religiosos, los lamas, que arranca en en siglo XIV, no hará más que aguijonear el interés por lo que pasa en esta región legendaria, que pertenece a la República Popular China desde que la anexionó en 1960.


Para que nada falte, el actual Dalai Lama, Tenzi Gyatso, de 73 años, jura y perjura desde Dharamsala (India), donde reside, que no tiene nada que ver en las actuales revueltas que agitan el vasto enclave y que han arrojado un saldo de menos de diez muertes o más de cien según las fuentes que se consulten. Gyatso ha declarado que está dispuesto a renunciar a su alta dignidad, a dimitir, si no se pone fin a la violencia. Le sucedería un nuevo y joven Dalai Lama que según la tradición será como siempre una emanación de Buda, un océano de sabiduría.


Ahora bien, si los disturbios actuales persisten podrían empañar, no se le escapa a nadie, la celebración de los Juegos Olímpicos de Pekín y he ahí el quid de la cuestión: los segui dores del Dalai Lama intentan aprovechar el eco mundial de estos juegos -la antorcha olímpica debe pasar por Tíbet- para plantear de forma audaz pero peligrosa su demanda de mayor autonomía y mayor margen de maniobra sobre todo para sus monasterios.


En esta pugna entre feudalismo y comunismo, los monjes budistas cuentan con el apoyo de Occidente: el presidente George W. Bush entregó en 2007 en Washington la medalla de oro del Congreso de los Estados Unidos al Dalai Lama, que fue recibido también en distintas capitales europeas y lo será en breve en Londres por el premier británico, Gordon Brown; Gran Bretaña y Norteamérica siempre codo con codo incluso en Tíbet.


Las cosas están así: este 49 aniversario del fallido levantamiento popular contra el Gobierno chino ha sido recordado con concentraciones en Lhasa, la capital, donde quinientos monjes budistas fueron dispersados con gases lacrimógenos por la policía china; por otra parte, vehícu los y tropas chinas toman posiciones en Tíbet y regiones fronterizas; por último, echando más leña al fuego, Pekín asegura cínicamente que un centenar de manifestantes tibetanos se han entregado cuando en realidad han sido detenidos. Mientras tanto, la presión internacional sobre China aumenta al tiempo que la tensión interna en Tíbet alcanza máximos.


De todas formas, las fuentes de información son siempre confusas: de un lado, censura total china, nunca mejor expresada por la voz inglesa blackout (apagón); de otro, despachos dispersos de las agencias internacionales de noticias y de las asociaciones de Derechos Humanos sólo basadas en testimonios de terceros porque no se admiten periodistas en la zona.


Al lado de la cordillera del Himalaya, no lejos del pico más alto del globo, el Everest, Tíbet, de seis millones de habitantes, planta cara a la inmensa China, un país continente de 1.300 millones de habitantes. La relación de fuerzas es descomunalmente desigual, pero...



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