Opinión

La peor política en el peor momento

No sabemos si esta es la peor generación de políticos de la democracia pero desde luego sí que podemos decir que los políticos españoles han escogido el peor momento imaginable para exhibir todas sus fragilidades, contradicciones y miserias. Como última muestra, una campaña de vacunación en la que casi todos parecen más preocupados de vigilar si pueden sacar rédito de un mal vacunado que en haber comprado las jeringas adecuadas para no desperdiciar ni una gota del remedio. Lo que debería ser una carrera de vacunación, los siete días de la semana y las 24 horas del día, se ha convertido en un colorido “Grand Prix” regional de vilezas: cuántas dosis me llegan, quién se inyecta, ojo con esos jubilados, mira tú esos informáticos. Es tan evidente que España no ha logrado confeccionar una campaña solvente como que no somos capaces de reflexionar, por miedo a demagogias, si después de los más vulnerables y la primera línea sanitaria no se debería incluir entre los siguientes objetivos de inmunización a dirigentes públicos claves en este momento, por la responsabilidad que tienen. Para eso sería útil hacerles un test de utilidad social, que ya no aprobarían los incapaces de seguir sus propias normas de vacunación ni ese consejero ceutí que trató de excusarse confesándose antivacunas. El espectáculo es tan bochornoso que asusta pensar en este animalario gestionando los 140.000 millones europeos. 

Ese dinero vendrá condicionado a las reformas de Bruselas. Esto lo sabe todo el mundo menos aparentemente el Gobierno, que sigue regateando el tema de las pensiones y la reforma laboral para no asumir algo que también tiene todo el mundo claro menos aparentemente el Gobierno: la ortodoxia -o rigidez, o…-  de Podemos impide al PSOE, por una cuestión numérica y haber despreciado a Cs, afrontar medidas que se antojan imprescindibles para garantizar el futuro del Estado del bienestar. Y este vacío lo aprovecha como nadie Iglesias, capaz de comparar sin despeinarse el moño a señoritos supremacistas con exiliados republicanos y de amortizar su rol bífido de vicepresidente-opositor, algo tan tóxico como irreal es esa famosa cogobernanza: una lógica herramienta teórica que en la práctica solo ha servido a Sánchez para evitar más desgaste y dejar quemarse en el brasero coronavírico de los 400 muertos diarios a las autonomías. Este es el país en el que el mismo Gobierno que delega competencias luego impide asumirlas y la misma oposición que se permite abrazar medidas restrictivas aquí luego defiende las expansivas allá. Cómo sorprenderse ya ante un Congreso que reabrirá el debate parlamentario en febrero tras dos meses cerrado. Total para qué. 

Todo esto repercute, quién lo podría pensar, en la confianza social. Si en abril la conclusión era que la polarización provocaba que los ciudadanos se alineasen en una postura u otra según su recuerdo de voto -confinamiento sí o no, escalada así o asá-, nueve meses después lo que se respira mientras las UCI vuelven a llenarse y asoma la cepa británica es hartazgo y miedo al futuro. Ese concepto llamado “cansancio pandémico” que significa no entender cómo yo tengo que bajar la persiana a mi bar en Ourense mientras veo cómo en Madrid, con peores datos en cualquier parámetro, se permiten fiestas en discotecas sin una sola mascarilla. Un hastío al que no ayuda el papel reservado desde el poder a los expertos en esta pandemia: útil parapeto en la esfera pública pero sin el necesario contrapunto político que ponga al mismo nivel la mesa de asesores clínica y la económica, coordinándose entre ambas para anunciar a la vez medidas concretas que salven las vidas y los negocios. Quizás algún día logremos esto. Si presentando uno de los peores balances covid del mundo Salvador Illa es ahora aparentemente una sólida baza electoral, nada es imposible.

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