Opinión

“Milito”, los entierros y el acordeón

Emilio (no recuerdo los apellidos, pero para los amigos “Milito”) era un chico con retraso mental considerable, que vivía con su tía y el marido de ésta en la calle de Quintián (A Chapa), tras los muelles de P.V. de la Estación Empalme. El matrimonio le había acogido de pequeñito; no sabiendo, ni entrando, en las auténticas razones al ser a la vez su sobrino.

Era un muchacho más entre los mozos; muy apreciado y de algún modo hasta popular por diversas razones, en aquella época de los 50 en que él tendría una edad de 15 años. Pero a la vez, era uno menos: con él no se contaba si no era para tomarle el pelo, excitarle, cabrearle y ser objeto de chanzas por parte de las no muy humanas pandillas a las que se arrimaba, pretendiendo ser un amigo más. No se le rechazaba, pero la crueldad de la juventud hacía que se le tuvieran pocos miramientos, aunque cuando faltaba unos días, se preguntaba por él.

Milito, sobrino de Sofía, a la que él llamaba “Enchepada”, hablaba con entrecortados vocablos guturales, soltando una carcajada al final de cada frase. Tenía una afición especial por encima de todo: era un entusiasta seguidor de los cortejos fúnebres, los entierros.

A todos acudía, fuera quien fuese el finado, aunque no lo conociera de nada. Pero es que además no era para hacerlo con manifestación de duelo, si no para erigirse en “cantor de los responsos”. Se situaba el primero, después del monaguillo porta cruz que encabezaba el cortejo, cuando los entierros se hacían a pie llevando el féretro a hombros, e iba cantando las “letanías responsales” a su peculiar manera, en competencia con el cura que oficiaba en la comitiva, hasta el cementerio. Lo hacia con paso de procesión de Semana Santa, sin ningún tipo de pudor, y tomándoselo todo muy en serio. No era posible persuadirle de la actitud, porque al tratar por las buenas de retirarle de la comitiva, volvía a “su cometido” unos metros más adelante. Así pues, lo mejor era dejarlo.

Un día, alguien le regaló un acordeón viejo y destartalado, y él increíblemente lo hacia sonar; incluso hasta se intuían notas de la “rianxeira”.

Su tía, es decir, su protectora, emigró a Francia, y lo llevó con ella, naturalmente. Las noticias decían años después que al chico lo habían ingresado en un colegio de discapacitados mentales.

Un verano de unos años más tarde lo trajeron de vacaciones, y venía con un flamante acordeón nuevo que parece que le habían regalado en el centro donde estaba internado. Del mismo, apenas era capaz de extraer unas notas, como antaño con la “rianxeira”, pero su felicidad era plena, y se paseaba por las calles con su “organeto” colgado del pecho y pulsando las teclas a discreción. Se le veía dichoso, su aspecto había mejorado mucho, ya era un hombre. Aunque ya no tenia pandilla de amigos, caminaba solo.

No llegamos a saber si en Francia acudía, como lo hacia en Orense, a la cabecera de los cortejos fúnebres “cantando los responsos”, pero si habían llegado noticias allá por aquel entonces de que al fallecimiento de su tía, unos años después, se quedó solo de por vida en un centro de acogida, donde tal vez siga el hombre, si no fue que ya acabó sus días en el país galo.

Me he permitido traer esta dramática historia de un orensano más, a los lectores de “Ourense de ayer”, un poco como pequeño homenaje a “Milito”; sabedor de que habiendo sido un ciudadano como los demás, con la circunstancia de haber tenido una deficiencia, también dejo un curioso y peculiar recuerdo en todos aquellos que precisamente por ser él así, le conocían.

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