Opinión

La perspectiva del tiempo

Las lembranzas que hoy os recuerdo pueden resultar curiosas o no, pero lo cierto es que han sido parte del discurrir de la ciudad en un tiempo difícil; y solo por ello ya merece la pena acercarlas de nuevo a vosotros, lectores, y que seáis quienes valoréis las curiosidades de aquel momento.


Pozo do Inferno. Era una rada que había en el río Barbaña junto a la molinera, en Puente Codesal. Aquella broa o pozanca era producida por el azud para distribución y encauzamiento de agua hacia la aceña panificadora. Allí había permanentemente un barquero extrayendo arena del lecho del río, con rastrillo y pala, para su venta a la construcción en transporte carretero. Por todo ello el lugar era popularmente conocido por la mocedad que se daba en verano informales chapuzones.


Un mimo en Alfredo Romero. Un día La Región nos informó de un “gran acontecimiento”, lo nunca visto. Dentro del escaparate de Alfredo Romero se situaba un señor sentado cara al público y que durante varias horas no movía ni un músculo de su cuerpo. Se mantenía impertérrito mientras los mirones no salíamos del asombro. Durante muchos días fue la admiración de propios y extraños; era un curioso reclamo para mirar el escaparate del comercio. Cincuenta años después, no seria más que la exhibición de un mimo, pero de aquella…


El hongo. Sí que hizo historia. Rondaban los años 50 cuando llegó a Ourense, decían que procedente de China. Era una masa viscosa pegajosa y desagradable que “se criaba” por descomposición de no sé qué materia en una jarra de cristal a propósito. Tenía un aspecto nauseabundo y sabía peor que el ásaro. Nuestras madres nos daban unas cucharadas mañaneras de aquella pócima insoportable, que al parecer servía para curarlo todo. Se oían curaciones milagrosas. Cuando en un domicilio se agotaba y había que esperar más “producción”, se le pedía a una vecina, pues todo Ourense lo cultivaba en casa. Aquella fiebre duro como dos o tres años.


Carnavales, aún no. Os cuento. En aquellos años 50 en los que el carnaval aún estaba prohibido, o casi, la justicia, de forma jocosa, se la tomaban por su mano los mozos. La costumbre era ancestral. Se reunía la pandilla, cogían una escalera (escada de peldaños), se iban a la finca donde intuían que había alguien que estaba trabajando, lo acostaban sobre la escada, “sí o sí”, y a modo de parihuela lo llevaban en andas hasta su propia bodega (a la fuerza claro). Allí todos se inflaban de vino (de las cubas del infractor) para “castigarlo y celebrar el entroido”.


Un pegote en el Puente Romano. Corrían los años finales de la década de los 60, cuando a “algún iluminado” no le importó lesionar los caracteres del Puente Romano (una de nuestras pocas y valiosas joyas históricas) de manera tan flagrante. Y los ínclitos municipales del momento decidieron adosarle un pegote longitudinal exterior por el pie del pretil aguas abajo para alojar tuberías de conducción de agua o algo parecido. ¡Descomunal chapuza!, cuando por una pequeña zanja por la calzada del vial se resolvería el problema. Me referiré a eso como monotema en otro artículo, porque el “acertado pegote” sigue adosado al Puente, y a los muchos que admiramos la sobriedad del monumento nos repatea.


Estos salteados flashes urbanos, para vosotros conocidos o tal vez no tanto, eran secuencias de allá por los años 50-60, que hoy tengo el placer de recordar.

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