Opinión

Xantar de los obreros en el tajo

Con la complacencia seguramente de cuantos se hayan visto reflejados de manera directa o indirecta en este referente, os lo esbozo por que me parece que era una entrañable estampa para recordar en estos actuales tiempos, que nada tienen que ver con aquella filosofía laboral de años pretéritos. Por eso, sin querer profundizar demasiado, y que cada uno le ponga su matiz, solo como meras parrafadas las punteo.

Sí, me apetece escribir un poco sobre el xantar de los obreros en el tajo. Precisamente, en aquella veintena de años significativos del auge de la construcción en la ciudad, y por consecuencia promovedora de gran actividad laboral de “obreros” -como se estilaba llamar a la sazón a los no especializados-, apunto que a mí el adjetivo tomado como calificación del sujeto jamás me gustó, por lo que significaba vulgarmente de cierto tono despectivo, pero la verdad es que estaba asumido.

Entonces, la jornada matinal de trabajo en el sector se plantaba para almorzar a las doce del mediodía. Y a ese intervalo me voy a referir tratando de fotografiar con estos párrafos lo mejor posible como era aquella entrañable estampa que se daba en el momento de la comida; con un halo de ternura familiar, por lo que el cuadro ofrecía.

Era habitual, cuando prudentemente la distancia desde el domicilio del trabajador al puesto de labor lo permitía, que la esposa del “obrero” le llevase el “xantar quentiño” al marido al lugar de faena; para además acompañarle y comer juntos en el mismo tajo, al lado del andamio. No era solo llevarle la fiambrera, era algo más. Era que el hombre lo hiciera acompañado y “de quente”, porque la esposa ya hacia lo posible para que el caldo se enfriase lo menos posible por el camino.

Suponía sin duda una escena entrañable que no estoy seguro de ser capaz de describir bien, tal como lo recuerdo. Ello era ver a ambos almorzando su “menú del día” sobre un tablón de la obra “enzoufado de cemento” como mesa; y unos ladrillos como improvisados asientos. El tintorro, que no faltaba nunca, la pareja lo bebía a morro por la botella; y entre los dos, el litro venia cayendo. Y digo esto porque se podría pasar con más o menos vianda, que no andaba demasiado abundante por cierto, pero “la xurupia” (el vino) era imprescindible para soportar con mas ímpetu la jornada laboral.

Después era muy necesario culminar el xantar con un café, que también la esposa llevaba preparado, mezclado con achicoria para hacerlo más rentable. El cual, perdido un tanto su más puro sabor, lo calentaban en un cazo de aluminio en una fogata que se encendía con unas astillas de madera sobrantes de las tablas de unos encofrados.

Generalmente hablaban poco durante el xantar; pero a la vista de quien pasaba, y desde la prudencial distancia les observaba, la modestia con la que afrontaban el rato del sencillo manjar, inducía a pensar que eran perfectamente dichosos por la situación, aun en la dureza de su manual labor, en tiempos difíciles en que todo se hacia “a brazo de gallego”. Las endorfinas de ambos a pesar de todo estaban patentes en sus curtidos rostros, en convivencia con el reflejo del duro trabajo del peón.

Y eso se repetía día tras día, incluso sábados. En tiempo invernal, solían encender un pequeño fuego en el suelo con el que se calentaban mientras daban cuenta del xantar; la lumbre entonces era compartida entre varios colegas de la obra, y por tanto también compañeros de “mesa y mantel”.

Tras la degustación del menú de cada matrimonio, era como obligado “botar un pito” (el marido, se entiende); que liaba un “caldo de gallina” antes de reiniciar el cutio laboral de la tarde. Después la esposa “encestaba el menaje” de nuevo y se volvía a casa con la vajilla. Y el esposo a la una de la tarde, con el toque de Malingre, comenzaba la jornada vespertina, la cual se “plantaba” a las seis tras escuchar otra vez la sirena para irse a casa.

Esta estampa era diaria en muchos sitios de la ciudad sobre los que se levantaba un nuevo edificio. Y es que además, la construcción del mismo podía durar varios años con los escasos medios tecnológicos de que se disponía.

“Non me podo parar,… levo presa”, contestaba la mujer, con la cual otra trataba de conversar en la calle. “Eme moi tarde,… téñolle que levar o xantar o meu home”, frase que se escuchaba en iguales términos muchas veces.

Fue la época álgida de hacer casas de más entidad, aunque todavía con medios casi rupestres, Orense crecía. Aquellos años se notaron tras el parón habido desde el año 36; ahora se pasaba de las viviendas modestas unifamiliares, a los edificios ya de varias plantas, y ello suponía una actividad laboral de abundante mano obrera. Aquel ímpetu duró un par de décadas, proyectando en consecuencia la entrañable lámina que tratamos de rememorizar.

Me apetecía reflejar, en “Orense de ayer” aunque fuese en ligeras pinceladas, aquella estampa, porque estoy seguro de que habiendo sido tan habitual en aquel pretérito, hoy el recuerdo hará sonreír a los lectores que lo reviven; que no deja de ser al fin y al cabo la pretensión. Eran entrañables escenas de los 50-60.

Te puede interesar