Opinión

La alfombra desgastada

La alfombra ha perdido su esplendor. Los vivos colores que la convirtieron en la elegida para ese salón estrenado hace años se han vuelto tristes, apagados y ya no cumplen con su función. El paso de miles de pisadas con pies descalzos, con deportivas, con botas, con sandalias que iban marcando el transcurso de los años la han dejado sin gracia, aburrida e incluso algo áspera, sin aquel tocar mullido que invitaba a caminar sobre ella. La alfombra está desgastada. Por eso su dueño, que tampoco es aquel joven con pelo negro que la transportó con alegría a pesar del peso, ha decidido cambiarla. Le da pena tirarla, pero se dice a sí mismo que está demasiado usada. Lo hace al tiempo que camina a una tienda de móviles para entregar el suyo y conseguir otro con más botones y más capacidades que, en realidad, sabe que nunca usará. Lo hace porque la batería se ha agotado. Y su dueño necesita más autonomía, aunque en realidad tampoco es que use el dispositivo para cosas realmente útiles, salvo algún juego novedoso. Regresa a casa cansado, aunque apenas ha caminado 800 metros, la distancia entre su hogar de alfombra desgastada y la tienda de teléfonos por gastar. Escucha retazos de conversaciones que le parecen excesivamente nimias y tontas, ve a la hija de su vecina y la esquiva porque no quiere tener que iniciar una conversación, por corta que sea. Ya en la seguridad de su domicilio se tira en el sofá nuevo y se ve a sí mismo excesivamente desgastado en comparación con esa última adquisición. ¿Y entonces qué? Se pregunta a sí mismo sin voz. ¿Qué hago con este hombre desgastado?

¿Qué hacemos cuando esa sensación se apodera de nosotros y sabemos que emocional y físicamente estamos desgastados y que ya no somos capaces de recuperar la energía o la fuerza de los colores intensos? A lo mejor en una realidad paralela, de esas cuyas puertas de acceso pueden ser las puertas de armario abiertas, existe una escombrera donde alguien o algo tira a las personas desgastadas. “Uff, es que ya no me caminaba igual, se le veía agotado”, le diría uno de los tiradores al otro, quien respondería, con cierto aire de suficiencia: “A mí me lo vas a decir. La mía se quedó sin energía, ya no bailaba, se olvidó de cantar, de reír. Y en la cara parecía que se le había quedado pegada una mueca desagradable”. Y tras tirarnos a los desgastados a ese pequeño basurero, ambos seguirían alabando las virtudes de las nuevas personas compradas y aún no usadas. Pura ciencia ficción o novela de terror. Pero sigo preguntándome: ¿Qué podemos hacer cuando el mundo nos ha desgastado, a la edad que sea? ¿Dónde nos reparan?

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