Opinión

El pan de Lola

“Sólo viviendo absurdamente se podría romper alguna vez este absurdo infinito.” (Rayuela. Julio Cortázar).

El olor es inconfundible. Se cuela por toda la casa y contagia cada rincón con una sonrisa. Es un olor a antes de, a un antes antiguo, muy anterior a que alguien echara el cerrojo a nuestra puerta. Ese aroma tan peculiar abre cualquier papila gustativa y la memoria. Sube desde la casa de Lola y se expande por todo el patio. Esta invasión no nos daña, al contrario, puede que incluso nos cure un poco la rabia y el miedo. 

Huele a pan recién hecho, ese que invita a cerrar los ojos para despertar en un refugio seguro, imagino que el que Lola persigue en estos días. Se coloca su delantal, rojo con el dibujo de un corazón blanco, y se dispone a enfrentarse a los cuatro elementos que ahora reinan sobre la encimera de su cocina: harina, agua, sal y levadura. Planea concienzudamente los pasos que debe seguir, según indica una vídeo receta, y se pregunta y repregunta cuándo y por qué se le ocurrió esta absurda idea de hacer pan. A lo mejor es por estar sola, aunque hace mucho que lo está y nunca quiso amasar. Pero sabe que esta soledad no es igual, que es distinta a todas las vividas porque trae consigo la certeza de nuestra vulnerabilidad, de nuestra incapacidad para mantenernos siempre a salvo y devuelve, con crueldad, un reflejo que creíamos aniquilado hace muchos pasados. 

Hace años Lola buscó comerse el mundo a bocados y dejó atrás la patria de la infancia para explorar todos los territorios posibles. Pero nunca antes había sentido la distancia de manera tan ponzoñosa, golpeando con saña y abriendo heridas que teme se infecten. Añora volver allí, al origen, a la seguridad. Por eso hace pan, aunque aún no lo sepa. Mezcla los ingredientes despacio como si fueran sus propios pedazos y, mientras amasa, se va recomponiendo hasta llegar a ese patio de la niñez. Echa de menos el abrazo de consuelo, la protección de las manos ásperas por el trabajo, las palabras que te mantienen a salvo y el guiño cómplice que cura. 

Lola amasa con fuerza. En su casa nunca se hizo pan, sin embargo esa harina, esparcida por cara y manos, la coloca allí, recién llegada de la escuela, lista para merendar. Quizás se trate de un gesto ancestral de supervivencia o de la búsqueda de un perdón para un delito no cometido. Lola coloca la masa en el horno y llama a los suyos, como cada día. Quiere decirles que ha hecho pan, que está más cerca de casa, que los echa de menos y que la esperen. Quiere volver a sentirse a salvo. Necesita su patio. 
 

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