Opinión

Ellas, otra generación

No nos conocemos. Las tres somos adictas a los pequeños rayos de sol del mediodía en el parque.  A ellas las separan varias generaciones. Las observo, aún sin permiso para asomarme a su privacidad. La más joven lleva auriculares que presumo conectados a la música por el golpeteo acompasado de sus pies en el suelo. Tiene el pelo azul, recogido en un moño despeinado y los ojos cerrados. La otra mujer llega unos minutos más tarde y, a pesar de los bancos vacíos, siempre se sienta al lado de la más joven. A ninguna de las dos incomoda  la presencia de la otra.

La que lleva más décadas de vida a sus espaldas parece decidida, segura de sí misma. Sus labios siempre son de un rojo intenso y sus ojos claros los maquilla con cambiantes colores. La forma de vestir de ambas, aunque diferente, parece dar el mismo mensaje: el mundo y su opinión les importa nada. Después de una hora, la más joven se despide con un suave adiós y recibe como respuesta una inclinación de cabeza, en un rostro en el que la sonrisa intuida parece más bien una mueca. Una rutina en la que nunca pasa nada, hasta ayer. 

Una voz ronca me saca de mis historias imaginadas sobre ellas. La mujer de más edad se dirige a su compañera de banco que retira los auriculares para escuchar. Tras vaguedades cotidianas, la voz se vuelve más íntima. Cuenta que de joven quería ser pintora. Que tenía aptitudes, ganas e ilusión. Que consiguió llegar a Madrid, a la escuela de Bellas Artes de San Fernando. Que descubrió el mundo y las  compañías que necesitaba para seguir respirando. Que empezó a vivir por primera vez en su vida. Cuenta que eso sólo duró unos meses. Que su padre,  escandalizado ante la idea de una hija artista, la obligó a regresar. Que la ignoró durante años. Que la hizo sentir la peor persona del mundo. Que ella, obediente, acató las normas, que se casó, que se volvió tan dócil como fue posible. Lamenta haber claudicado para no ser diferente y evitar ser castigada con la expulsión  del círculo familiar y social al que había sido asignada. Confiesa que intentó mantener algo de rebeldía con su manera de vestir, con silencios, con solitarios paseos en coche cuyo destino nadie conocía. Hace una pausa, mira a su interlocutora y prosigue con más dolor: “Esa herida nunca se cura, nunca. Y si te dicen lo contrario te mienten”. Se levanta, agradece la escucha y cuando está a punto de irse se gira y dice con amargura : “Alguien debería escribir sobre nosotras, alguien debería escucharnos”. La mujer de pelo azul la abraza. Qué olvidadas y menospreciadas las mujeres de esas generaciones, pienso mientras me seco unas lágrimas de culpabilidad.

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