Opinión

Julia y el olvido

Está sentada en el pequeño balcón de su casa, tapada con una manta de cuadros rojos y negros. No hace mucho frío pero es mejor protegerla. Está mirando hacia el frente, arruga un poco el ceño y parece como si hubiese descubierto en el edificio vecino algo conocido, pero sólo ha sido una percepción equivocada. En segundos vuelve a su gesto habitual de quietud. Nunca la había visto a esta hora. Ambas teníamos otras obligaciones antes de detenernos a mirar el horizonte: yo, a mi trabajo y ella, a su centro de día. Pienso si echará de menos esas salidas, dejar atrás las paredes de la casa y no tengo ni idea de cuál será la respuesta. No sé si atrapada en una niebla cada vez más espesa, es capaz de entender que algo ha cambiado.

Sale su hija y se resiste a un beso, no conviene. Veo cómo la mira con ternura y descubro las huellas imborrables del impacto en las dos. De pronto, su mundo cambió como si fuera un calcetín al que se da la vuelta para ponerlo del revés. Julia pasó de ser hija a otra cosa que aún tiene que definir y aceptar. Su madre comenzó a diluirse en un universo desconocido, a perderse en  la desmemoria, a destejer la vida tejida durante tantas décadas. Julia la agarró, hasta hacerla daño, para que se quedara un poco más. Sabía que el regreso ya nunca podría ser. Comprendió la derrota de ambas cuando perdió su nombre entre las luchas libradas con rabia y desesperación. Todo lo que fue y era se desvaneció. Julia aprendió a encajar poco a poco las piezas del puzzle por estrenar y cuando estaba a punto de lograrlo, la pandemia lo hizo saltar por los aires. Su madre ya no podía salir y ella perdió sus momentos solitarios para recomponerse y ganar el aire necesario para empujarse hacia adelante. Ya no hay treguas. Ella exige todo el tiempo disponible, lo devora sin ni tan siquiera saberlo. Los mantiene a todos en alerta, noche y día. Y ella ni tan siquiera se da cuenta. Su hija la mira y no deja de preguntarse qué pensará, quisiera saber si ha podido percibir desde la lejanía del olvido que ahora todo es distinto. Cree que no. Está convencida de que el laberinto edificado en su cerebro la lleva cada vez más lejos y que los muros son tan altos que no dan perspectiva del presente y el pasado. Julia está agotada. No hay resquicio para el descanso, está encadenada a esa mujer, que cada día se parece menos a su madre y a cada segundo la necesita más. Ve en sus ojos que está perdida y que, a veces, tiene miedo porque no la conoce y echa de menos a su hija, a la que reclama sin saber que está ahí, a su lado, en el balcón, sujetándola. Esta cuarentena dejará al descubierto los infinitos campos de batalla en los que se transforman los hogares. Cada uno a su manera y con sus propios rehenes.

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