Opinión

La ciudad olvidada

Qué harán las ciudades cuando se sienten tristes y abandonadas? No pueden huir y no pueden pelear. Están obligadas a mantenerse en el mismo territorio, impávidas, sintiendo cómo sus gentes, algunas conocidas desde generaciones muy antiguas y otras recién aterrizadas, las pisan sin apenas verlas. Si las ciudades hablaran y pudieran ser escuchadas, ¿qué nos contarían? ¿qué nos reprocharían? Y nosotros, sus habitantes, algunas veces sus verdugos y otras sus salvadores, ¿querríamos saber o intentaríamos por todos los medios posibles silenciar de nuevo esas voces para que no nos resultaran molestas y seguir haciendo y deshaciendo en nombre de otros intereses? Las ciudades, despojadas en muchas ocasiones de humanidad y adornadas en otras con falsos dorados deslumbrantes, una vez que se desmoronan resulta muy difícil levantarlas y devolverlas a un buen estado de ánimo. A veces miran con envidia a otras de su entorno y entonces, en venganza, se rompen en pequeños pedazos para intentar llamar la atención. Las ciudades se han acostumbrado a crecer y decrecer según los momentos, según la historia, a verse construidas y derruidas, a ser conquistadas y a resistir, a recibir a conquistadores, dar cobijo a traidores y a echar a quienes querían quedarse.

¿Qué hará esta ciudad cuando se sienta agotada? Ha envejecido en unos años lo que rejuveneció en décadas anteriores de este y del pasado siglo. Ha envejecido deprisa porque eso es lo que pasa cuando no te cuidan y te degradan, porque eso es lo que pasa cuando dejan que te rompas por fuera y no te alimentan por dentro, que te mueres despacito. Y cuando la ciudad muera, sus habitantes se irán debilitando y acabarán por huir, como antes huyeron de pueblos y de países y de ricas ciudades que se arruinaron. Y Ourense está agónica. Su casco histórico, desde donde debería salir la savia, está cada vez más enterrado entre escombros de edificios que se dejan morir y no se recuperan, entre pintadas que la convierten en un lugar desagradable a primera vista, entre ruinas de comercios que ya no son, entre suciedades que se acumulan y entre ruidos que empujan lejos a sus habitantes más cercanos. La ciudad no quiere mirarse porque se da pena. Sabe que cada vez ofrece menos y que cada vez la roban más. Y además también entiende que la han dejado vacía de vida y alegría. Por eso, cuando nadie está en la calle, cobijada en la oscuridad, mira hacia la Casa Consistorial y suspira. Nada espera. Y además está convencida de que las segundas partes nunca son buenas y, en especial, cuando destilan intereses que sabe ajenos a su bien. Espera resistir mientras mira con envidia hacia norte y sur, este y oeste.

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