Opinión

Las vergüenzas

Mateo termina el desayuno y antes de que su madre se dé cuenta ya está en la puerta con la mochila a la espalda. Hoy expondrá un trabajo de historia hecho con fotografías antiguas y tiene prisa. 

Ana recoge los dibujos del suelo para meterlos en una carpeta. Son todos muy parecidos: siempre hay un cielo azul y un mar marrón, cosas de la imaginación infantil. Besa a su madre y sale contenta hacia su escuela, a pesar del calor. 

Sandra todavía está en pijama. Hoy no habrá clase, aunque no es domingo. Se asoma a la ventana con el pelo revuelto y se asusta: hay mucho ruido, así que tampoco podrá salir a jugar. Oye a su hermano y va hacia la cocina. Su padre no ha vuelto del trabajo, que ya no sabe cuál es. Se encoge de hombros y abre su cuaderno mientras le espera.

Mateo piensa mucho en aquella mañana. No sabe por qué, tal vez porque se echa de menos a sí mismo. Recorre las fotos en su cabeza y siente la soledad. Se ve reflejado en las gafas de sol del soldado turco. Ya no intenta ir hacia ningún lugar, porque no hay ningún lugar al que ir, más allá de las vallas vigiladas. Hoy recuerda aquel trabajo de historia. Después vino la guerra, el campamento y después la nada, salvo ese odio que sigue creciendo y que él desea mitigar. Se llama Hassim, pero podía ser Mateo, el vecino del tercero. Ana ha encontrado por casualidad un dibujo de aquella infancia, el único que ha sobrevivido. Se ve, hace ya más de treinta años, pintando ese mar marrón. Era el único color posible para ella, que sólo había vivido en el dorado de la arena de su provisional patria eterna. El final de aquellas tiendas, decían, estaba cerca, pero su hija sigue atrapada en el mismo desierto que lo estuvo su madre y su abuela y que atrapará a su nieta. Aisha, que ya sabe que el mar es azul, podía ser Ana, la cajera del supermercado.

Sandra sigue en pijama. Hoy no irá a trabajar, ni mañana. Sigue el ruido, pero fuera, porque en la casa rota cada vez hay más silencio, porque cada vez son menos. Ya no espera a su padre, que un día no volvió. Dejó de llorar. Se ha rendido al miedo y a la muerte de los bombardeos. Es Fátima, pero podría ser Sandra, la médica del ambulatorio. 

Son vidas de excepción que se convirtieron en permanentes mientras cerrábamos nuestras ventananas, pero siguen ahí, latiendo alimentadas de desesperación y  de metralla. Tal vez sea momento de colocar el foco mediático en el lugar correcto para parar el ruido del sinsentido y dejar en evidencia a las voces del odio y las conquistas. Algún día habrá que abrir las ventanas y mirar de frente al paisaje desolado de décadas de vergonzosa historia. ¿Por qué no hoy?

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