Opinión

Libros que queman

“¿A la gente de color no le gusta El negrito Sambo? Quémalo. ¿Los blancos se sienten incómodos con La cabaña del tío Tom? Quémalo. (…)  Afuera los conflictos. Mejor aún, al incinerador”. 


Contaba así Ray Bradbury en “Fahrenheit 451” su visión de una terrible sociedad distópica en la que los libros, y por tanto las ideas, no tenían cabida. Lo narró el escritor en 1953, sólo 20 años después de que 40.000 personas asistieran en Berlín a la quema de libros organizada por el nazi Joseph Goebbels. No fue original el ministro en este oscuro menester. Hacer desaparecer los libros que no gustan lleva siglos de recorrido siempre con un denominador común: ser la expresión clara de una dictadura, tenga el apellido que tenga. 

La condena a estas barbaridades, llevadas a cabo por intolerantes que demuestran su profundo analfabetismo, hasta hace poco era prácticamente unánime. Las sombras que proyectan las llamas de las palabras recuerdan fantasmas temidos en sociedades que buscan libertades y derechos. 

Pero parece que algo está cambiando. Han vuelto  las piras purificadoras que se alimentan con autoras y páginas que no nos cuentan como queremos. Ahora son lenguas de fuego mucho más largas. Quieren arrasar con lo que les resulta incómodo a cabezas cada vez más vacías. Encienden de manera cobarde la hoguera y se defienden hablando de libertades, derechos, igualdades  y reparaciones históricas que son, precisamente, los valores que destruyen de manera nada inocente.

Pero por si el incendio se pudiera escapar todavía más de las manos y el delatador olor de gasolina se quedara para siempre, hay otras hordas censoras que han inventado métodos más controlables. ¡Reescribamos lo que no nos gusta!  Fuera contextos históricos o cualquier contexto. Despreciemos el talento y la capacidad de autores y autoras y cambiemos su relato. Inventemos otras palabras. ¿Por qué no? 

¿Y sus lectores? Otros ignorantes a los que estas hordas deben enseñar qué y cómo deben leer. Pero sobre todo los tienen que adiestrar en la corrección que debe regir  esta sociedad del siglo XXI. 

Ahora será Agatha Christie, antes se intentó con Roald Dahl. ¿Por qué no seguir con Shakespeare, Cervantes o la propia Biblia? Nadie nunca se libra de esas peligrosas cabezas que se sienten salvadoras de las buenas costumbres. Ya lo hemos vivido y no nos gustaron los resultados.

Un libro pertenece a su época y a quien lo firma. Así debe quedarse. Debemos empezar ya la rebelión contra esta absurda infantilización a la que nos intentan someter. Somos una sociedad adulta que sabe leer y entender. El único camino a seguir es enseñar, no borrar. 


“Los libros están para recordarnos lo tontos y estúpidos que somos. Son la guardia pretoriana de César, susurrando mientras tiene lugar el desfile por la avenida: «Recuerda, César, eres mortal”. (Fahrenheit 451).

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