Opinión

Los juegos de las nubes

Las nubes van tomando formas de animales. Desde el suelo parecen suaves y apetece moldearlas con los dedos. Mi vecina las mira con auténtica devoción y se da cuenta de lo mucho que ha echado de menos ese cielo que, desde su ventana, apenas se dejaba ver. Ahora madruga, a pesar de que ella siempre ha sido un animal nocturno deslumbrado por la primera luz del día y arropado por el cansancio de este encierro obligado, en el que las horas se han sucedido atravesando fronteras invisibles. Pero las nuevas circunstancias han impuesto horarios que la han empujado a mudar de piel. 

Sale a primera hora de la mañana, no sin esfuerzo, y busca el aire nuevo y limpio, casi ya un desconocido. Camina a paso ligero sintiéndose liberada, por unos minutos, de estos tiempos diferentes que la mantienen atada a un teletrabajo que apenas la mantiene a ella. Teme que esta distancia ordenada acabe por ser una cadena perpetua y no es capaz de averiguar si aceptaría la pena con justa resignación o si, por el contrario, estaría dispuesta a batallar.  No ha decidido aún si disfruta o padece esta nueva situación. De momento se limita a reconocer que ni tan siquiera tiene claro en qué consiste exactamente esto del teletrabajo que lleva más de un mes desempeñando. 

Mientras camina sin encontrarse con demasiada gente en este barrio suyo, se pregunta a sí misma si quiere que su futuro sea ya para siempre así. Y sigue sin ser capaz de responderse. Trabajar en pijama con el pelo desordenado y la mesa del desayuno sin recoger puede aparentar ser cómodo, pero a ella, con el paso de los días, le está pareciendo una lenta tortura que la altera y la sume en una confusión de horarios, descansos, y cierres que se enredan en un complejo ovillo. Puede que sea cuestión de disciplina, y ella ni siquiera es capaz de  prometer que continuará con estos paseos matutinos más allá de una semana. Teme caer en rutinas poco gratificantes y abandonarse a un hastío crónico de horas eternas improductivas, porque no habrá ninguna prisa por volver a casa. 

Hace cálculos sobre la efectividad de no compartir cafés con compañeros cabreados, felices, cansados o efusivos y se pierde en el resultado final. Mira hacia arriba y distingue la figura de un oso pequeño. ¿Y si comienza por trabajar en casa y acaba por instalarse en el caos de un confort engañoso? ¿Y si se acostumbra a mirar a través de la pantalla y ya no necesita el cielo sobre su cabeza? ¿Y si el pecado de la pereza se hace fuerte y pierde las ganas de los encuentros? Sigue caminando atenta al reloj, pero mucho más despacio. Definitivamente, elegirá vivir en directo, eso cree.

Te puede interesar