Opinión

Las mentiras permitidas

En mi vida me he confesado dos veces, y me refiero a esas confesiones que tienen lugar dentro de la liturgia del catolicismo: Arrodillarse en el confesionario, recitar ante un sacerdote la lista de los pecados cometidos y rezar la penitencia. Confesarme ante mí misma o ante los míos ha ocurrido muchas más veces. De aquellos dos momentos, el primero impuesto para recibir la Primera Comunión y el segundo por voluntad propia para demostrar que ya era mayor porque tenía mis propios pecados, recuerdo que me llevó más tiempo crear la lista de las supuestas faltas que recitarlas ante el cura. El “mea culpa” más imperdonable que se me ocurrió confesar, siendo aún tan niña, fue que mentía a mis padres, aunque no era cierto, sin darme cuenta que ahí sí estaba incurriendo en el pecado de la falsedad. Superada esa curiosidad infantil nunca más acudí a un confesionario, aunque a la mentira sí que recurrí muchas más veces en mi vida, concediéndome yo misma la absolución con justificaciones variadas, verdaderas o no.

Todos mentimos en algún momento, aunque nadie quiera identificarse como un mentiroso. La cuestión es, ¿cuándo son aceptables estos engaños y cuándo no? Cada quien tendrá sus propias respuestas, dependiendo de dónde se encuentre. Pero eso no anula las líneas rojas que nos hemos dado como sociedad y que demasiados traspasan sin pudor, porque se mueven en la seguridad de no ser castigados. Mentimos para no herir, por miedo, para no dar un rotundo “no”, para acceder a un puesto laboral, para mantenerlo, para no romper nuestra pareja, para no causar dolor innecesario y también mentimos por mentir, sin que ni siquiera nosotros sepamos por qué.

Y todos estos embustes pueden ser considerados pequeñas debilidades del ser humano, tanto en cuanto no conlleven aparejado un perjuicio grave para otros. A veces evitar el falso “yo siempre digo la verdad” facilita la convivencia, porque si fuera real produciría heridas de pésima curación. Ahora bien, luego están las Mentiras, las que no deberían ser toleradas ni de las que deberían salir impunes sus autores. Son las que intentan convertirnos en una sociedad totalmente infantilizada, robándonos la capacidad crítica y convenciéndonos de que no seremos capaces de confrontar la verdad. Son las que nacen de mentes sociópatas para sembrar el caos y la desconfianza en los otros. Son las que se pronuncian desde púlpitos públicos distribuyendo culpabilidades, generalmente, a los más vulnerables. Son las que nos quieren impedir vivir sin miedos inventados para mantenernos controlables. Y aunque todos mintamos en algún momento, no podemos permitir que las mentiras construidas para servir a intereses abusivos se conviertan en verdades, porque perderemos la crucial posibilidad de que sean repudiadas y seremos nosotros los castigados. Podría ser ese un buen propósito para estas Navidades.

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