Opinión

¿Subes o bajas?

En 1985, Mijaíl Gorbachov era elegido presidente de la URSS. Microsoft lanzaba al mercado la primera versión de Windows de la historia. Argentina celebraba el histórico juicio a las Juntas Militares. España firmaba el tratado de adhesión a la entonces Comunidad Económica Europea y aprobaba la ley de despenalización del aborto. La verja de Gibraltar se abría tras décadas y ETA seguía matando. Pasaron muchas más cosas aquel año. 

Nos hicieron creer que habíamos conquistado, al fin, el elevador de la plena igualdad de oportunidades, sin que influyera el piso en el que te encontraras

Pero para mí, 1985, en realidad, sólo tiene una imagen: un grupo de amigas llenas de nervios que esperan conocer, a través de un teléfono de centralita, las notas de Selectividad que permitirán su acceso a la Universidad. Esa que abría sus puertas de par en par para acoger a la generación del baby-boom, ya en edades universitarias, y que había dejado de ser el reducto de la sociedad privilegiada. Las políticas de becas y educación nos dejaron entrar en masa a las hijas e hijos de la clase trabajadora, para orgullo de los nuestros. Nos hicieron creer que habíamos conquistado, al fin, el elevador de la plena igualdad de oportunidades, sin que influyera el piso en el que te encontraras. Y nos creímos la gran mentira. Pero mientras nosotras subíamos por unas angostas escaleras para llegar a la azotea, esa clase privilegiada ya estaba en ella y ocupaba la mayor parte de su espacio. Nos convencieron de que las condiciones eran las mismas y que había sitio para todas. Y mientras calculábamos los gastos que para nuestras familias suponían estos estudios, ellos inventaban másters caros a los que no podíamos acceder. 

Nos convencieron de que las condiciones eran las mismas y que había sitio para todas

Aquel 1985, la salvaje reconversión industrial comenzó en los astilleros Euskalduna. Aquellas amigas, desde el autobús que las llevaba a su Campus, atravesaban las cruentas batallas entre trabajadores y policías que, aunque no lo sabían, empezaban ya a ver desde cierta distancia. Porque se trataba de hacernos sentir que ya no seríamos clase trabajadora, estábamos en otro nivel. Aquellos universitarios debatían sobre Kurosawa al tiempo que despreciaban la España que De la Loma retrataba en “Yo, el Vaquilla”, realidad que, aunque renegaran de ella, les era más próxima. Mientras admiraban desde lejos aquella movida madrileña y a sus protagonistas, que iban y venían a Londres a su antojo, pasaban por alto que ese viaje sólo estaba a su alcance si se dejaban explotar como Au Pair o fregando platos. 

Ahora, desde tantos años de distancia y tanta vida, han comprendido que fueron engañadas. Nunca dejaron de ser clase trabajadora. Olvidarlo ha supuesto perder años valiosos para consolidar un futuro indestructible de derechos y avances para los que llegaron después. Tanto quisimos alejarnos de quienes somos que incluso defendimos con vehemencia leyes que mantenían a los de siempre en la azotea y a nosotros nos devolvían al sótano. Qué dañino complejo nos inocularon.

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