Opinión

Un adiós digno

Fotografía en blanco y negro. Año 1965. Una pareja joven disfruta de su luna de miel. La imagen, tomada en Madrid, los muestra sonrientes, cogidos de la mano, con gafas de sol y caminando hacia un futuro desconocido. Luego, en las décadas siguientes, la vida fue pasando: con alegrías, tristezas, ausencias, nacimientos y un seguir siempre hacia adelante, porque nunca hay opción de caminar hacia atrás. Cumplieron años y cimentaron su familia, sin soltarse la mano, apoyándose para continuar, saltando sobre los días más complicados y reteniendo los otros para mantener la sonrisa. Y un día llegó el punto y final. El insoportable punto y final eterno.

Ambos en un hospital, empapados de amor, con las manos acariciadas y las caras rebosantes de besos, con 13 años de diferencia. Y a quienes se quedaron sin viajar, huérfanas ya para siempre, asomadas a un abismo de vértigo que nunca desaparece y con un vacío inundado de lágrimas, sólo les quedó un consuelo, pequeño, pero consuelo al fin: la ausencia de días arrebatados a la vida por un dolor inhumano, la inexistencia de semanas sin fin, escuchando unos latidos de corazón mecánicos propiciados por máquinas de vanguardia, sin ninguna posibilidad de volver por sí solos.

Ese pequeño consuelo amortiguó la desesperación de un adiós temprano y alivió la conciencia por haberse cumplido el deseo de marchar en paz y haberse evitado el terror mostrado por ambos a un final atroz y despiadado. No hay dolor más intenso y cruel que el dolor reflejado en la mirada de quien más quieres. No hay agonía más larga y brutal que la que ves padecer a quien tanto adoras, aunque dure un sólo segundo. Y no hay mayor acto de amor y valentía que soltar la mano para dejar ir, por grande que sea la pena. Así que sí, que bienvenida la ley que permite la dignidad en la muerte, con todas las garantías que sean necesarias y con algunas más. Nunca será una decisión fácil, una elección cómoda, una alternativa que no deje heridas profundas y cicatrices a flor de piel. Pero es una posibilidad para no alargar tormentos insufribles y, sobre todo, es una cuestión íntima y personal que merece todo el respeto del mundo, el mismo que tiene quien decide continuar. Miramos esa fotografía en blanco y negro muy a menudo y cuando revivimos ese último aliento nos reconforta saber que la despedida fue en paz. No nos hace la pérdida más fácil, pero sí más llevadera. No sé si hubiese tenido el coraje de aceptar el deseo de una eutanasia, ni si algún día me atreveré a ponerla en práctica, pero me alivia saber que existe. Por pura humanidad. Por puro amor a la vida y por puro derecho a la dignidad.

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