Opinión

Un mundo roto

Makpule tenía el pelo muy negro, siempre recogido en una coleta baja. En sus dibujos usaba todos los colores posibles y todos a la vez. Vivía con su familia en dos habitaciones situadas en una casa compartida con otros compatriotas y no probaba el cerdo. Makpule era turca, ahora es, creo, más bien alemana. Angela era inquieta pero tímida. Era la hermana mayor. Sus padres regentaban una pequeña taberna. Al principio estaba perdida, supongo que como todas las demás. Angela era yugoslava y durante muchos años estuvo desaparecida de mi memoria. Sólo recuperé su cara sonriente cuando en 1991 las imágenes desgarradas de aquella guerra inundó los telediarios. Entonces pensé en ella. Nunca supe si era croata, serbia o bosnia, porque en aquel momento, en aquella infancia, el mundo ya era demasiado grande. Me gusta creer que habrá podido sobrevivir y que ahora vuelve a vivir. Roberto y Rosa eran unos asustados gemelos llegados desde Italia, desde algún lugar pequeño que añoraban con tanta fuerza en cada suspiro que, cada día, parecía alejarse más la posibilidad de que se sintieran cómodos en aquel desconocido territorio. Teníamos seis años. Nos separaban fronteras, religiones, comidas y palabras. Nos separaban mundos pasados, pero nos unían los miedos, la curiosidad, la invención de nuevos juegos, las ganas, las risas y la necesidad de entendernos. Y por encima de todo nos unía aquel mundo presente que iba a tatuarnos para el futuro. Todos acabábamos de llegar y a todos nos colocaron en el mismo punto de partida. 

Una mesa larga, en el centro de una sala de profesores con ventanas sobre las que, al principio, casi siempre llovía, nos acogía para enseñarnos las nuevas palabras sobre las que tendríamos que construir estructuras aún desconocidas para avanzar, y que tanto nos cambiarían. Nos entendíamos con miradas, gestos, sonrisas y tristezas que conforman ese otro intuitivo lenguaje infantil, al tiempo que fuimos aprendiendo a encajar con esos otros que se llamaban Frank, Brigitte, Sylvia o Thorsten y que también eran niños. Nosotros, hijos de los emigrantes que habían llegado a su país y ellos, hijos de los nacidos en él. Nos permitimos conocernos y nos acabamos reconociendo. Intercambiamos universos, nuestros pequeños universos. Supimos tejer amistades y creamos espacios donde sentirnos seguros y formular promesas, unas cumplidas, otras abandonadas. También hubo situaciones amargas que dejaron sus heridas. Hablamos de la vida y la maldad existe. Pero son cicatrices minúsculas si se comparan con el valioso patrimonio humano que se atesora al crecer en la convivencia y la comprensión de otras miradas. No he vuelto a encontrarme con ninguna de aquellas niñas, pero sus historias se han quedado en mí. Fuimos y somos un país de emigrantes, y no deberíamos permitirnos olvidarlo. Tal vez sea ya momento de pararnos a pensar en este mundo un tanto roto y buscar un lugar común donde encontrarnos. Lo vamos a necesitar.

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