Opinión

¿De qué está vacío el país vaciado?

De qué está vacío el país vaciado? ¿Está vacío de nubes, de lluvias, de estrellas en la noche, de vientos? ¿De montañas infinitas sin fronteras, de ríos secos en verano y anhelantes de deshielos en primavera? ¿De senderos afianzados en barro y piedra que se dejan pisar cada día? ¿De animales salvajes? ¿De animales que cacarean fuertemente, que mugen, balan o relinchan? ¿Está vacío de colores blancos, lilas, verdes, rojos o amarillos que forman paisajes hipnóticos? ¿De qué está vacío el país vaciado?

¿Y de qué está lleno el otro? ¿De aire contaminado? ¿De caminos asfaltados y pegajosos que pisamos cada día llenos de prisas, mientras lanzamos papeles al suelo? ¿De coches rugiendo parados en filas interminables? ¿De casas pequeñas en bloques gigantes? ¿De perros sujetos por una correa que sienten el aire unas horas al día, casi igual que sus dueños? 

El país vaciado no existe, existe el país abandonado. El mundo rural se desangra, pero no está vaciado, está solo. Son los urbanistas de despacho y asfalto, con cierta mirada de superioridad y lástima mal disimulada, los que imponen nombres nuevos para problemas viejos de pueblos que caen, sepultando memorias de historia. El campo está marginado y aún así se ha mantenido en pie, en estos tiempos raros, llenando neveras y estómagos. Pero no se recuperará con alojamientos rurales, mientras se siga denunciando el canto del gallo por madrugador; ni con estancias veraniegas en casas alquiladas, mientras con narices arrugadas se mantengan continuas quejas por el olor del abono; ni con pequeños terrenos y proyectos que no pasan de tristes intentos de ser poéticas láminas modernas de supermercado.

Este país agrario sólo está vaciado de apuestas decididas para que vivir en él no sea una lucha de supervivencia. Este país rural no está vaciado, está indefenso ante bancos que cierran oficinas y retiran cajeros automáticos; ante trenes y autobuses que pasan de largo y eliminan paradas de oxígeno. Está impotente ante aulas que no abren en septiembre y temeroso de caer enfermo, con el consultorio médico a kilómetros de distancia, en noches oscuras y sin coche en la puerta. Este campo está desatendido con coberturas de móviles que desaparecen y con redes insuficientes para conectarse al mundo. Está angustiado con siembras, cultivos y recogidas que un tiempo adverso puede destrozar y que unos precios indignos acaban por hundir. Este país agrícola está preocupado por cuotas, animales salvajes o enfermedades que revienten su ganado.

La aldea, que para muchas generaciones es juegos, abuelos, encuentros, infancia, baños en el río, noches en la plaza, amores recién descubiertos y amistades fuertemente abrazadas, es ahora una aldea desvanecida, peligrosamente desvanecida. 

Este país es un país desamparado, maltratado e ignorado, pero aún no es un territorio vaciado, todavía se puede rescatar. Todavía huele a hierba.

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