Opinión

10-20 segundos


Muchas recomendaciones con las que nos inundan por la tele y las redes constantemente para afrontar el calor y otras cosas peligrosísimas del estío asesino me dejan patidifuso. 

He leído en artículos, varios en este periódico y algunos muy buenos, a gente que opina como yo que eso es una tontería de nota. ¿Que en las horas de máximo calor es mejor no salir y estar a la sombra? ¡Vaya novedad! Pues eso ya lo dice un conocido proverbio veraniego andaluz: “Solo un perro loco o un turista inglés, sale en Sevilla a las tres”. ¿Que no hay que pasarse horas en la playa en plena canícula?, ¿que hay que hidratarse regularmente y darse crema de protección solar?, ¿que conviene tomar frutas y verduras frescas?, ¿que salir a entrenar una maratón con cuarenta grados a la sombra no es recomendable?, ¿que el sombrero, la sombrilla, el abanico, o incluso el botijo son estupendos?

 ¿Nos toman por tontos o qué?

Ignoro quiénes escriben y diseñan esas perogrulladas tan útiles e insistentes en los medios en los últimos años, pero no parecen humanos. O por lo menos no parecen humanos con sentido común.

El otro día escuché por la tele una recomendación que a mi juicio ya roza el delirio. Y es que si tienes un niño pequeño bien sea en la playa, en un río, o en la piscina, tienes que aplicar una regla que se ha inventado alguien, vaya usted a saber quién, que se llama la regla de los 10-20 segundos. Fabuloso. Consiste en que a) no debes perder de vista a tu niño más de diez segundos seguidos; y b) por si se produce alguna urgencia debes estar a veinte segundos de tu niño para rescatarlo a tiempo de lo que sea, un accidente, un posible ahogamiento, una picadura de medusa, cualquier cosa. 

Me ha dejado atónito porque la verdad, para no perder a tu hijo de vista durante más de diez segundos, mejor quédate en el salón de casa y no vayas a la playa. Sería más lógico.

No he podido evitar recordar aquellos veranos de niño de mi infancia en la Guardia, en la playa Area Grande o en la de Camposancos en los que mi prima Dery y yo desaparecíamos de la vista de nuestros padres durante horas y horas cazando cangrejos, nécoras, pescando pulpitos o simplemente escondiéndonos entre las rocas y descubriendo el mundo, el mundo alucinante que diría Reinaldo Arenas. Tostándonos al sol del mar.

 Sí, de vez en cuando nuestros padres gritaban “¡Dery, Víctor! ¿Dónde estáis? ¡Venid aquí!”. Y nosotros, remolones pero obedientes, íbamos hasta la sombrilla familiar con los cubos de plástico llenos de cangrejos y caracolitos para que nuestros progenitores comprobaran que seguíamos vivos y a continuación, tras haber dado buena cuenta del bocadillo, volver a sumergirnos en el anonimato más absoluto entre peces, algas, mareas, esponjas y un cielo azul.

Yo creo que hoy... nos quieren tomar el pelo.

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