Opinión

En Orihuela

Desde la maravillosa, sincera y emocionante Elegía a Ramón Sijé de Miguel Hernández “En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha muerto como del rayo Ramón Sijé, con quién tanto quería...”, es imposible escribir nada parecido ni que se le acerque.

A mí en su pueblo y el mío también se me ha muerto Ramón Sijé aunque este mío no se llamaba Ramón sino Carlos, y su pueblo y el mío no es Orihuela sino Ourense.

En la universidad él se fue a Santiago y yo a Madrid, y a partir de ahí nos tocaron recorridos vitales distintos y algo alejados. 

Así que después de aquel otro tiempo anterior, el del bachillerato, que recuerdo como una aventura inacabable con él en una tienda de campaña o bajo el cielo estrellado en las Cíes, Arousa, Ortigueira o donde fuera, solo nos veíamos unos pocos días al año. Pero eran días siempre geniales, alegres y divertidos como una fiesta.

Carlos fue siempre para mí como esa otra voz que tienes dentro. La que entiende cualquier cosa que digas antes de que la digas. La que hace que te partas de risa sin una palabra, solo con un guiño, una mirada o un gesto. La que sabes que siempre estará ahí a tu lado. O en tu interior, como si él fueras tú y tú fueras él. 

Pero yo no soy él. Soy pequeño y él era grande. Y seguro que sigue siendo grande ahora allá dónde esté.

A los doce años o por ahí, siendo unos críos en los Maristas, competíamos entre ambos en clase (un tonto juego infantil) por ver quién hacía la pajarita de papel más pequeña posible. A veces hasta utilizábamos pinzas para plegar el papel de lo pequeño que era. 

Una vez me destrozó jugando a aquel juego. Carlos era guapo, atlético, y grande no solo de corazón, maneras y sonrisas, sino también físicamente. Aquel día sus manazas hicieron algo en su pupitre junto al mío que me dejó boquiabierto: una pajarita preciosa hecha con un único cuadradito recortado de aquellos blocs Espiral de entonces. Una pajarita minúscula, tan pequeña que casi había que verla con lupa y parecía imposible. 

De aquellos dedos gigantes había salido un elegante colibrí blanco diminuto, limpio y perfecto como si hubiera sido creado por Dios antes del diluvio. Fue un KO en toda regla. Me rendí, claro. Y el juego acabó. Nadie podía competir con aquello.

Empecé esta columna con Miguel Hernández, pero voy a acabarla con Rafael Alberti porque hoy las palabras no sirven. O al menos a mí aquí no me sirven, solo son palabras:

“Manifiestos, escritos, comentarios, discursos/ humaredas perdidas, neblinas estampadas/ ¡Qué dolor de papeles que ha de barrer el viento!/ ¡Qué tristeza de tinta que ha de borrar el agua!”

Va por Carlos.

PD: Un moderno dicho americano que se me ocurre ahora dice así: “En la vida, con suerte, tienes un par de amigos”.

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