Opinión

Altruismo de ayer y hoy

El martes de la semana pasada tuve el placer de intervenir en el Foro La Región  para presentar al novelista español Javier Moro, famoso, entre otros muchos méritos, por ser coautor, junto con su tío Dominique Lapierre, de la obra Era medianoche en Bhopal, o por haber ganado el Premio Planeta en 2011 con el título El Imperio eres tú.

Esta vez recaló en Ourense para presentar su última obra, A flor de piel, una maravillosa novela en la que Moro rescata del olvido a una mujer extraordinaria llamada Isabel Zendal, pieza clave en una loca y arriesgada aventura filantrópica auspiciada por el monarca Carlos IV, la expedición Balmis, que tenía como fin llevar a los territorios de ultramar del imperio español la vacuna contra la viruela, la enfermedad más mortífera que ha existido, y así combatir la pandemia que estaba causando estragos entre la población de aquellos territorios, sin distingos entre clases sociales. El mero hecho de leer esta novela también es una aventura fascinante, sin que deba yo ahora destripar los entresijos de la misma, sino más bien azuzar en el público el deseo de sumergirse en sus páginas para abrazar esta historia extraordinaria.


Sí diré en cambio que tras su lectura, además de sufrir esa sensación agridulce que uno tiene cuando termina una novela que lo ha cautivado (“quiero más páginas, por favor”), es posible que vengan a la mente algunas ideas, como tales absolutamente subjetivas  y no extrapolables al resto, que dicen aún mas de la conveniencia de leer la obra, pues es claro que ésta se hace perdurable en el tiempo cuanto más poso de reflexiones provoque en el lector, aunque sean ajenas a la intencionalidad del autor.

Y así, en estos tiempos convulsos en los que a muchos les da por denunciar, más de cinco siglos después, el exterminio indígena a manos de los “conquistadores” españoles que descubrieron (o, dicho finamente, se toparon con) el continente americano, la verdad es que contrastar esta historia filantrópica, altruista, que salvó cientos de miles de vidas entre aquellos lugareños, no deja de tener su contrapunto morboso, y desde luego es un tanto a favor de los “invasores” patrios, que tampoco se lucraron con la prescripción de la vacuna, en contra de lo que hacían los británicos en sus colonias, que además de suministrar un medicamento ineficaz contra la viruela, cobraban por ello. Y es que estos ingleses no eran unos angelitos, e hicieron de las suyas por las tierras de Norteamérica.


También la lectura de esta obra permite extender una pátina benevolente, casi purgadora, sobre la imagen imperante del monarca Carlos IV; éste, nacido con el lastre de ser un Borbón, cercenó su imagen histórica al someterse (y someter al pueblo) a la voluntad caprichosa de Bonaparte. Tampoco le ayudó su conocida pleitesía al valido Godoy, un mero soldado convertido en el hombre más poderoso del imperio, de cuyas artes podría hablar mejor la reina María Luisa, que lo gozaba a horcajadas en sus aposentos. ¡Ay, Carlos!, al menos podrás pasar a la historia por haber sido el gran benefactor en la lucha contra “la flor negra”. 


Y al fin, puestos a pedir, si a principios del siglo XIX, pese a la calamitosa situación financiera por la que atravesaba España, cuyo imperio se desmoronaba, la vacuna contra la viruela se ofertó gratuitamente pese a los elevadísimos costes de su distribución, ¿cómo no hacer lo mismo hoy, si estamos, dicen, en plena recuperación económica? ¿No es grotesco que muchos padres no puedan vacunar a sus hijos contra la meningitis B, pese a su indudable necesidad?¿O es que tienen que morir niños para que les entre a algunos la vena altruista? ¿Cuántos han de morir? 
No hay nada más injusto que el comercio con la salud de los más débiles, sobre todo cuando éstos no la pueden pagar.

Te puede interesar