Opinión

Apoderados que dejan de serlo

Suele decirse en el mundo del derecho que cuando un representante actúa, sus efectos caen en el terreno personal o patrimonial del representado; desde este punto de vista, si una persona apodera a otra para que celebre un contrato en nombre de aquél, el éxito o fracaso de ese negocio redundará en beneficio o perjuicio del que le confirió el poder. El representante, apoderado o mandatario (disculpen esta burda equiparación entre estas figuras), cuando ejerce su cargo es consciente de que su comportamiento va a tener consecuencias ineludibles para el que le confirió el mandato o representación. De ahí que sea conveniente que elijamos para ejercer esos roles a personas de contrastada experiencia y sobrada probidad, pues lo que él dice, hace o deja de hacer, a nosotros, y a nadie más que a nosotros, es imputable frente a los terceros. Son cargos basados en las cualidades personales de los elegidos, y por lo general indelegables e intransferibles sin el expreso consentimiento del que los otorga.

Esas exigencias de experiencia y honradez en los que van a actuar por nosotros parece que se vuelven laxas, casi las olvidamos, cuando nos situamos fuera del ámbito de lo estrictamente jurídico. Esto pasa con nuestros representantes políticos. Los llamamos así, representantes, pero precisamente en ese apelativo acaba la gravedad del cargo; tras su toma de posesión pasamos por alto que ejercen competencias delegadas, soberanías cedidas, masivas confianzas depositadas en las urnas; nos olvidamos de que, ellos mucho más que otros, tienen que demostrarnos a lo largo de todo su mandato, y por nuestro propio bien, tanto la diligencia que les presumimos como la integridad en el ejercicio de esos cargos. Y todo ello porque, repito, lo que ellos hagan o dejen de hacer va a tener graves repercusiones en nuestras vidas.

Volviendo al símil jurídico, a nadie puede extrañar que si el apoderado ha contravenido los límites marcados por el que le dio el encargo, lo suyo es que, si un día se lo dio, ahora le revoque el poder; la pérdida de confianza en esa persona, la negligencia mostrada por éste en el uso de las facultades cedidas, o peor aún, la comisión por el representante de hechos ilícitos o presuntamente delictivos acelera su cese, si es que antes no le ha quedado un ápice de dignidad y sentido de la ética para haber presentado él mismo la renuncia al cargo. Sin embargo, de qué distinta manera pasan las cosas en el campo de la política; ellos, alcaldes, concejales municipales, miembros de asambleas autonómicas, diputados, senadores y demás cargos públicos retribuidos con pingües emolumentos con cargo al erario público, se olvidan de que son mandatarios y no mandantes, apoderados y no poderdantes, representantes en lugar de representados; se olvidan de que son tan privilegiados que no han tenido que demostrar ni su inteligencia ni su honradez para acceder a ese cargo; y se olvidan de que sirven - o han de servir – a la causa pública y no al provecho propio. Pero lo peor es que, tal como les decía antes, cuando cometen hechos ilícitos o presuntamente delictivos que en el ámbito privado implicarían su cese fulminante, en lo público no tenemos mecanismos para acelerar su cese. Y en el colmo de nuestra desgracia, ninguno de ellos tendrá ese último gesto o rescoldo de la moral perdida que les haga presentar su renuncia a seguir en el puesto que han mancillado.

¿Representantes? ¿Apoderados con obligación ineludible de rendirnos cuentas? ¡Qué va! Esto sucede solo en la esfera de los negocios privados; pero en lo público, ¡ay en lo público!; aquí el que debe servir se convierte por traición en amo y señor, y los que antes otorgaban el poder ahora se vuelven plebe sumisa que además debe rendir honores. Aunque los amos y señores sean auténticos delincuentes.

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