Opinión

Crecen con nosotros

Los hay de muchas clases. Unos, los primeros, se suelen mostrar torpes, vacilantes, algo temerosos al ignorar lo que se van a encontrar del otro lado; y aun así no pueden reprimir el deseo, la atracción que se revuelve y cosquillea en el estómago y los empuja hacia adelante.

Estos, en todo caso, cuando llegan a la meta y descubren la sensación, se vuelven remolones en la retirada, y desean repetir la experiencia, porque se han dado cuenta de que, por mucho que le hubiesen contado de antemano de qué iba aquel acceso ancestral, nada mejor que descubrirlo en las propias aguas. Por eso son novatos felices, y así seguirán hasta que la práctica y la reiteración del deseo les suban de estatus. Otros, los segundos, más expertos, que ya atesoran bagaje en sus carnes húmedas, se gustan mucho, se recrean en sí mismos y son puro fuego abrasador. Adentrarse en su práctica es descubrir un mundo de fantasía y colores de todos los matices. Cuando encuentran al compañero ideal del juego, son uno solo en lugar de dos; cada uno de ellos hace y se deja hacer por el otro de tal manera, que pareciera que llevasen toda la vida esperándose para después darse placer. Conocen los recovecos y comisuras recíprocas, los escondites de mayor complicidad, aquellos en los que a veces se llegan a dejar el sentido. Son impetuosos, irreverentes; algunos, al verlos actuar, los tildan de procaces, aunque en secreto los miren de soslayo con cierta e insana envidia. Otros los añoran como objeto de deseo que ha devenido imposible, como le ocurre al anciano que, sentado en la silla plegable, ve correr a los jóvenes por la playa y maldice la artrosis que lo tiene paralizado. Son ardientes, erizan vellos, mojan bocas y extasían voluntades. Y su efecto ensoñador dura lo que tarda el embrujo en hacerse costumbre, perdiendo en esos momentos sus efectos alucinógenos. Y por ello, al final, nos encontramos con los terceros, a los que difícilmente nada les sorprende. Son atenuados por la necesidad de sosiego, después de haber pasado por mil batallas amorosas, después de haber sucumbido sin oposición al más puro instinto carnal. Son aquellos que ya no se ven azuzados por la sensualidad de la carne desnuda, ni por la sorpresa del hallazgo inesperado. Son caricias que se quieren sin tener que decirse, precisamente, que se quieren. Son roces de labios sin estridencias, aunque de vez en cuando se propongan rememorar juntos las pasiones que ambos han ido guardado perfectamente envueltas en el desván de sus memorias lejanas. No son ardientes como los de la anterior clase, pero son tanto o más importantes. Y desde luego son mucho más entrañables y tienen mucha más fuerza, porque no han sucumbido a la tentaciones de dejarse morir abatidos por la rutina. Por eso siempre duran hasta el final.

Los hay, claro, de muchas más clases, porque nadie ha dicho que sean exclusivos de las parejas que alguna vez se han abrazado, excitado o amado con arrobo. Los podemos encontrar, por ejemplo, en el padre que acerca sus labios a los de su hijo pequeño que lo mira embelesado, y por el que daría las mil y una vidas; o también lo hallamos en el hijo que se acerca sigiloso a su madre anciana, sentada en una mecedora, y la besa emocionado en las mejillas para decirle lo que nunca se había atrevido a decirle con palabras: que la quería con locura.

Y hay muchos más. Pero hoy ha tocado hablar de esas tres clases que van llenando de anécdotas, recuerdos y ataduras dulces nuestras vidas, y se van haciendo mayores con nosotros.

Estamos hablando de besos.

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