Opinión

De dioses y becerros

Hay una imagen patética que se repite incesantemente en los campos de futbol: la de miles de borregos adorando a un tipo que va en calzones, que en ocasiones exhibe toda la piel de su cuerpo tatuada como un mapamundi, en el culmen de la chabacanería, que otras veces luce una cresta multicolor en su cabeza de tal pelaje y ralea, que su peluquero merecería entrar en prisión sin fianza por tamaño atentado al buen gusto, y cuyo único mérito es driblar como nadie a cuanto defensa se le pone por delante, o chutar de tal modo que el balón va haciendo extraños por el aire hasta meterse en la portería, sin que el cancerbero pueda hacer nada por evitarlo.

He visto cómo estos horteras redomados se sienten poseídos por algún hechizo satánico cuando meten un gol, y entonces empiezan a moverse espasmódicamente como orates, y algunos de ellos simulan tener en sus brazos a un recién nacido al que mecen desacompasadamente, y otros corren por la banda con el pulgar metido en la boca como si fueran párvulos o idiotas, científicamente hablando; incluso alguna vez varios de ellos al unísono, para celebrar un gol, se echaron a tierra y fingieron ser un grupo de cucarachas panza arriba moviendo las patas sin control. Y mientras todo esto sucede, la masa enardecida adora a estos héroes de pacotilla, corean su nombre mientras se inclinan ante ellos de pie, con los brazos extendidos moviéndolos de arriba abajo, como lo haría el ferviente musulmán en su rezos diarios postrado en dirección a La Meca. Solo que este último reza e implora a su todopoderoso y omnisciente Alá, mientras que aquéllos, ¡ay, aquéllos!, ¿qué rezarán? Quizás digan “¡Oh, dios todopoderoso del balón, yo te adoro!, hágase siempre tu voluntad en la cancha y fuera de ella; pídenos cuanto te venga en gana, que se te concederá siempre que nos sigas deleitando con tus regates imposibles; y no te preocupes por nada más, no te instruyas, no leas, no aprendas a expresarte, no trates de adquirir un mínimo de cultura. A mí me basta con que en cada partido hagas una jugada de las tuyas para dejar boquiabierto al personal. Y así te seguiré adorando desde la grada hasta el día en que retires”.

Sí, he visto a miles de personas adorar como recuas ignaras a estos nuevos becerros de oro. Y he sentido auténtica vergüenza y lástima. Vergüenza porque esos adoradores van acompañados de sus hijos a los que, con sus actos, inculcan el fanatismo de encumbrar a quien carece de mérito alguno para ello. Vergüenza porque incluso parece que nada importa que alguno de esos ídolos de masas sean presuntos delincuentes y que, burlando al fisco, nos estén robando un poco a todos, en esta maldita época de enorme sufrimiento para miles de familias; y lástima, pobres diablos, porque si rinden tanta pleitesía ciega ante quienes solo dan patadas a un balón, qué honores no rendirán ante quienes, abusando de su corta inteligencia, los seducen con un par de frases traicioneramente lisonjeras.

Sí, he visto hordas de adoradores rendirse, someterse, inclinarse ante horteras del mundo futbolístico. Hace muchos años los antiguos hebreos, acampados al pie del Monte Sinaí en pleno éxodo tras su salida de Egipto, construyeron un becerro de oro para que los protegiera al creerse abandonados a su suerte por su guía Moisés. Y lo adoraron por pura necesidad. Hoy en cambio, en nuestro mundo felizmente laico, algunos se emperran en crear nuevos becerros, nuevos ídolos a los que adorar, no por pura necesidad o alivio espiritual, sino porque, ¡ay pobres e inocentes borregos!, la cabeza no da más de sí. Y es una verdadera lástima.

Te puede interesar