Opinión

Que dure lo que tenga que durar

Cuanto más te impongas a cada instante ser feliz, más probabilidades tendrás de convertirte en un desgraciado. No es obligado ser feliz, ni mucho menos parecerlo; no es, no debe ser una tarea que anotes en el calendario o en la agenda de tu teléfono móvil con un aviso de alarma que suene a primera hora de la mañana. Te levantas de la cama sobresaltado por ese sonido odioso y parece que va de suyo imponerte ya la carga emocional de convertir la rutina diaria en un dechado de momentos de pleno éxtasis, de sublime euforia, hasta el punto de que tu corazón repiquetee sobresaltado ante la mera contemplación de las primeras horas del día. No, no es buena esa carga tan autoexigente; somos seres humanos que tenemos nuestro toque de mal humor, nuestros momentos de mala leche y nuestras temporadas sombrías; es una reacción natural e instintiva, no afectada. Lo afectado es lo contrario, es simular la alegría para disimular la indignación, el enfado o sencillamente las ganas de no esbozar sonrisa fingida.

Claro que es deseable, entiéndanme bien, estar alegre a sentirse triste o taciturno, pero si por cualesquiera causas o azares el ánimo de cada quien no está para demasiadas fantasías, no forcemos la situación, no pretendamos sobreponernos artificiosamente a ese abatimiento, a esas ganas de estar callado, de no dar explicaciones, de no andar de jarana en jarana porque ello sea casi obligado. Muchas veces ocurre que ese intento forzado de superar esos instantes sombríos es baldío, y entonces produce el efecto contrario: la melancolía inicial persiste, y a ella se une la emergente frustración. Así que no pasa nada porque esos días no tengamos el cuerpo para florituras ni la cabeza para charlas intranscendentes, molestas como zumbidos de moscones; el ser humano es cambiante, su mente a veces es traicionera y el corazón y el alma volubles; es mejor dejar pasar esos momentos de malhumor en los que uno desearía convertirse en eremita alejado del mundo, de sus ruidos, de sus prisas, de sus abrazos convencionales y de sus pares de besos estandarizados. Que dure lo que tenga que durar. Los tiempos íntimos no los marcan las agujas del reloj.

No hago elogio de la tristeza. Solo digo que la transitoria, la que viene como puede sobrevenir un resfriado o un dolor de cabeza, algún día pasará. Al que padece jaqueca nadie le ha de pedir que aguante sin pestañear; al atleta que sufre una lesión no se le puede exigir que bata su propia marca. Pues tampoco al que se siente triste se le ha de criticar por que no muestre su mejor cara. Esas dolencias físicas pasarán, como también lo hará la melancolía pasajera; y entonces la jaqueca se olvidará, la lesión se superará y la tristeza dará paso a la alegría. Y esta tendrá motivos de sobra para quedarse, pues habrá llegado naturalmente, sin saltarse etapas, sin atajos que no son sino trampas, intentos de engañarse a uno mismo. Cuando uno logra superar los malos momentos, los buenos que llegan se hacen aún mejores, se saborean más; no llega la primavera florida sin que antes el invierno hubiese desnudado la arboleda. Nos movemos a base de sentimientos cíclicos, contradictorios entre sí. O quizás no son contradictorios, sino solo complementarios: la victoria de la alegría proviene casi siempre de la superación de la tristeza.

Digo esto porque estamos en navidad; los sentimientos suelen florecer con más intensidad. A muchos, por sobradas razones, les invade la tristeza. No forcemos las cosas, no pretendamos de repente que no sea así; solo cabe pensar en que, como toda estación de tiempo, algún día aquella se desvanecerá y otras sensaciones nacerán dentro de nosotros. Somos un cúmulo de sentimientos que se van sucediendo uno tras otro. Para esos que no lo están pasando bien, vaya hoy mi abrazo.

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