Opinión

El edificio, la poesía

Recientemente, con ocasión de haber asistido a una conferencia sobre la figura de un insigne arquitecto que dejó su imborrable huella en esta ciudad a principios del siglo XX, el ponente, queriendo definir en una sola palabra uno de los inmuebles más emblemáticos de la ciudad ideado por el artista, dijo que ese edifico era… Poesía. Y lo recalcó: Es pura poesía. Por su belleza desde que se pergeñó en el boceto original, por la perfección de la formas, por cómo el autor usó los materiales y los combinó en fachada, vidrieras, galerías y escalinata, cómo jugó con las luces que se cuelan por los cristales abiertos en las carpinterías. Pura sensibilidad en la forma del conjunto, pero también esparcida en los detalles -en zócalos, techos, pasamanos, etc…- que pudieran quedar inicialmente en un segundo plano ante la hermosura del cuerpo principal. Emociona éste como lo hace el poema de ritmo armónico que respeta el canon métrico y además envuelve en cada verso la frase más honda. La que desgarra las entrañas. Escuchando al ponente, emocionado mientras iba desgranando los secretos de cada recoveco del edificio, uno llegaba a la conclusión de que, efectivamente, la poesía -la belleza en las formas y la idea del genio plasmada en la obra nacida con ánimo de eternidad- nos rodea en tantas ocasiones sin que nos demos cuenta de ello, y en tantas otras, aun percatándonos de ella, la despreciamos y dejamos que se deteriore hasta su pérdida, permaneciendo impávidos, insensibles ante tamaño atentado, no sólo al buen gusto, sino a nuestro patrimonio artístico y cultural.

Los que hemos nacido en esta ciudad sabemos bien de su hermosura; cada uno albergará en la memoria los recuerdos preferidos de su niñez, sus rincones favoritos, el camino más corto que le llevaba del colegio a casa o a los jardines en los que jugaba. Andábamos las calles ajenos a la majestuosidad de algunos edificios, de tan cotidiana que se hacía su visión; entrábamos en parques y alamedas que lucían palcos y hermosas farolas de fundición en su contorno, y aquello no nos merecía ni un minuto de parsimoniosa contemplación. Íbamos también a la zona vieja de la ciudad (aún me acuerdo de la tienda a la que mi madre me mandaba a comprar el pan, que estaba en la calle Lepanto haciendo esquina con la Plaza del Hierro) y los ojos se acostumbraban a la rutinaria visión de la las casas señoriales con su escudos en las fachadas luciendo las armas de familias de rancio abolengo, a las fuentes centenarias y a las húmedas piedras que pisábamos, todo lo que conformaba un perfecto paisaje urbano. Pero esa perfección se nos escapaba; como niños que éramos lo nuestro era correr las calles, dar patadas a un balón o reunirnos en el parque para cruzar esa mirada con tu amor secreto de la niñez, o si no gastar la energía en aquellos juegos «de bestias» que hoy estarían prohibidos por la sobreprotección imperante, y a los que en alguna ocasión ya me he referido: Azurriaga la Melondra, Polis y Cacos o el salvaje Huevo, Pico, Araña (Juro que no he visto jamás jugar a esto a las generaciones que nos han sucedido). 

Pero sí me acuerdo bien de aquel trayecto que hacía de niño. De cómo bajaba viniendo del colegio la llamada en su construcción carretera de Trives por la acera derecha, dejando primero en el lado puesto el edificio que se alzó en los antiguos terrenos del convento de santo Domingo; de cómo seguía bajando para llegar a mi casa y se erigía al final de la calle la fachada que era pura poesía, sobre cuyo tejado el sol se ocultaba al lado del Seminario. Y sí, ya entonces, como dijo el ponente, el hermoso edificio parecía triste porque ya empezaba a sufrir. Hoy llora desesperado, como seguro lo estará haciendo su creador al contemplarlo. Hoy recita el verso más desesperado. Por si aún es posible salvarlo. Por si aún nos queda sensibilidad para evitar tamaño atentado.

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