Opinión

El provecho de la ignorancia

Se dice que la ignorancia es muy atrevida, y seguro que a ese dicho no le falta razón. La ausencia de ese pizca de conocimiento necesario para presentarse como un ser verdaderamente racional y con sentido crítico hace que uno se lance a decir barbaridades sin pudor alguno, convencido -porque ni sabe ni ansía saber más- de que actúa lleno de razón. Platón (así lo recoge en su Defensa de Sócrates) nos cuenta que en el juicio que acabaría con su sentencia de condena a muerte, Sócrates (el más sabio de los hombres, pese a no haber dejado escrita ninguna de sus enseñanzas) dijo aquello de que «la única cosa que sé es saber que nada sé; y esto cabalmente me distingue de los demás filósofos, que creen saberlo todo». Así el gran filósofo, pesa ser el elegido por el oráculo de Delfos para transmitir al resto de la Humanidad los designios divinos, se creía el más ignorante de los hombres, y acerca de todo se interesaba y preguntaba a sus discípulos, y era el diálogo constante la fuente final de la sabiduría. Ahí debe de residir entonces el antídoto de la ignorancia: cuestionarnos todo sin dar nada por cierto de antemano. Porque el que se cree lleno de la razón inexorable, tan pagado de sí mismo, es el más necio de los hombres. 

Pero la ignorancia tiene otra cara más patética, proclive a la compasión, y es la que anida en personas a las que su maldita vida las ha llevado al borde de la desesperación. Una enfermedad  incurable, que sé yo, un desahucio de la propia salud en ciernes, y el camino queda allanado para los aprovechados, los pícaros que ven en esa situación calamitosa un nido de negocio de fácil beneficio; y es otra vez la carencia de conocimientos, la falta de sentido crítico (o ambas cosas a la vez) la que actúa como aliado de los tramposos. Cómo explicar si no esas noticias que parecen sacadas de revistas satíricas, como la de esa empresa que se dedicaba a comercializar jarras de agua que llevaban incorporado un filtro que alcaliniza e ioniza el agua del grifo y entonces, por arte de birlibirloque, ese líquido es ya pócima, no sólo para prevenir (ya sería un logro), sino también para paliar (según la primera acepción de la Real Academia Española, «mitigar la violencia de ciertas enfermedades») dolencias como el cáncer, la diabetes, la osteoporosis, la depresión, la hemofilia y el párkinson. Y leo ahora que una pobre enferma de cáncer ha caído en una trampa del estilo y se ha gastado 2.395 euros en dos jarras de agua que la ayudarían a reducir su enfermedad a base de añadir hidrógeno al agua corriente. Engañada vilmente, aferrada a cualquiera que le pueda dar una mínima esperanza, una quimera, aunque para ello tenga que endeudarse hasta las entrañas. Pero no nos extrañemos, siempre hubo pícaros y gente incauta a la que embaucar: cualquiera puede recordar esa típica escena del western en la que el charlatán con levita y sombrero de copa llega con su carruaje al pueblo para vender el «crecepelo», su producto estrella. Y la doña le da un par de codazos al marido para que no racanee un par de dólares, quién sabe, a lo mejor esa coronilla vuelve a ser un vergel. Y el parlero se frota las manos. Cuántos esperan aún hoy ese producto milagro que les cubra la retaguardia craneal. 

 La ignorancia tiene pues muchas caras, y alguna de ellas mueve a la piedad. No ocurre eso en cambio cuando se instala en los resortes del poder. Ahí nunca será excusable, pues aunque difícilmente se llegue a dar, lo ideal es que fuésemos guiados, no ya por sabios, sino por los que, sabedores de sus limitaciones, hacen lo posible por superarlas, para no comportarse como charlatanes de feria. De estos últimos andamos últimamente muy sobrados.

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