Opinión

Injerencias entre poderes

Cuando toca hablar de un asunto con rasgos técnicos o científicos ha de tener uno cuidado, pues si ese es nuestro campo de trabajo podemos dar por supuesto, erróneamente, que la audiencia domina términos o expresiones que realmente no tienen por qué serles familiar. Por eso es deseable que cuando se juntan varios abogados, médicos o economistas en un grupo más amplio, no saquen a relucir en demasía los unos sus conocimientos sobre la reivindicatoria o la cláusula rebus sic stantibus, los otros las técnicas avanzadas de tratamiento de la queratosis folicular, y los de más allá el eterno debate entre los partidarios de la Escuela de Chicago y los keynesianos sobre el mejor modo de salir de la crisis económica. Materias más propias de ponencias que de corrillos de café.

Dicho esto, y hablando ya de la materia de la que creo que sé un poquito, es del sentido común que todo (presunto) delito lleva aparejada una investigación judicial; una instrucción que se abre por el juez, bien tras recibir el atestado y pesquisas de las fuerzas de seguridad, bien tras una denuncia o querella interpuestas por un particular o por la propia fiscalía, en las que ponen en conocimiento del juzgado los hechos e indicios que según ellos revisten los caracteres de delito. Y esa instrucción se prolongará o no en el tiempo según la complejidad o sencillez de los hechos a investigar, y el conocimiento o no de la autoría del presunto crimen. Hasta el punto esto es así, que si mañana me trincan llevándome la pasta de la caja de un supermercado, en pocas horas seré citado ante el juez para someterme a un juicio rápido por hurto o robo. Y si no hay mucho que rascar para mi mejor defensa, seguramente reconoceré el delito a cambio de obtener la rebaja en un tercio de la condena.

Pero no siempre la justica ofrece esta respuesta ágil pese a estar clara, tanto la autoría como los hechos presuntamente delictivos. Les cuento: el 21 de noviembre de 2014 un fiscal presentó una querella contra un señor (conocidísimo y localizable) por la comisión de hechos sobradamente conocidos en toda España; a ese señor llamado Artur Mas, lo conocen, con ocasión de haber convocado la consulta soberanista del 9/11/2014, se le imputaba un delito de desobediencia (por desoír una resolución del Tribunal Constitucional), otro de malversación de fondos públicos (por cargar al erario el coste de esa consulta), otro de prevaricación (por dictar una resolución administrativa a sabiendas de su ilegalidad), y otro de obstrucción a la justicia (por impedir ejecutar la resolución de aquel tribunal, que prohibía la consulta soberanista). Hechos conocidos y autor conocido, lo que conllevaría una instrucción judicial sencillísima y rápida. Lo lógico es que, a la vista de tales hechos el tribunal, o archiva sin más la querella por no apreciar visos delictivos, o ha de citar al querellado cuanto antes. Pero no, en este caso el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña cita a Mas a declarar nueve meses después de admitir a trámite la querella, y justo tras la elecciones catalanas. ¿Casualidades? Pregúntenle al ministro Catalá, que sale al paso diciendo que, si no se citó antes a Mas, fue para no interferir en las elecciones catalanas. Y cabe preguntarse: ¿Qué pinta el ministro marcando la agenda de los jueces? ¿Qué injerencia grosera supone tal aseveración? ¿Cómo no pensar ahora que la política trata siempre de condicionar la administración de justicia? ¿Qué carajo pinta esa querella nueve meses en la nevera del Tribunal Superior?

En la carrera estudiamos algo llamado la separación de poderes, pilar de una utópica democracia. Algunos deberían refrescar esos conocimientos, so pena de que la plebe se lance a la calle al grito de ¡Au revoir, Montesquieu!

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