Opinión

Lo que no se traduce

Una de las ventajas con la que cuentan los gurús de las altas finanzas y políticas en nuestro primer mundo (ya saben, el de la sociedad del bienestar, de las conquistas sociales y del control de los gobiernos por parte de los ciudadanos a través de mecanismos democráticos), es su habilidad prestidigitadora para disfrazar de caricias los latigazos con los que nos laceran la espalda, de manera que en lugar de rebelarnos contra la tortura y tratar de liberarnos de las esposas, confían en que les estemos eternamente agradecidos por su desvelo, y por ocupar un lugar preferente en sus altares. Para que nos creamos esos cuentos y sus cantos de sirena son necesarias dos premisas: una, que la gente no se forme ni se informe, y que se trague a pie juntillas el discurso lineal, oficial, rotundo, como si de oráculo infalible se tratara; vamos, que lo propicio para sus fines es gobernar una sociedad analfabeta para que sea más fácil metérsela doblada. Claro que esto no nos coge de sorpresa, y ya uno de nuestros célebres escritores del siglo de oro dijo que “en la ignorancia del pueblo está seguro el dominio de los príncipes”. La otra premisa para conseguir ese efecto somnífero en la ciudadanía es la de dirigirse a ellos (a nosotros) de modo rimbombante, amanerado y pedante. Hoy está en alza el arte de hablar mucho sin decir nada. Para eso no vale cualquiera; hay que tener una jeta especial, y ser capaz de aguantar la sonrisa burlona mientras se habla con gesto grave. Y si se consigue, y a los paletos incultos le soltamos una de esas frases rococó, se quedarán con la boca abierta y la mente inerte, sin margen de reacción ante los desmanes. Entonces se habrá alcanzado el objetivo: además de tontos, apaleados.

Digo esto porque, leyendo las (pen)últimas recomendaciones del FMI para España, uno puede pensar que nos toman por gilipollas. Con esa combinación de aire de superioridad y de tecnicismo estúpido, este organismo nos da consejos de obligado acatamiento para que la milagrosa recuperación, al parecer envidia de todo el mundo, no sea un mero espejismo. Así, dice que se deben corregir algunas cosas que aún están descontroladas. Nimiedades, ya verán. Por ejemplo el déficit público, cuya reducción todo lo justificaba, no acaba de entrar en vereda. ¿Qué hacer? En lenguaje oligarca de este organismo, hay que acometer reformas del gasto social y salarial de las administraciones públicas, haciéndolos más sostenibles; como el pueblo es paleto no se dará cuenta de que eso significa suprimir prestaciones sociales y derechos de los funcionarios. También dicen esos sabios que hay que tomar decisiones difíciles tanto en el lado de los gastos como de los ingresos (traducción al cristiano: meter un tijeretazo en el gasto social y aumentar la carga impositiva), y aconsejan fijar cautelosamente las prioridades para lograr que los sistemas públicos de pensiones y salud sean sostenibles a largo plazo. Ya, ya sé que esto último no es fácil de entender, pero de eso se trata, pues si no nos daríamos cuenta de que lo que quieren es retrasar la edad de jubilación, reducir las pagas de los jubilados y suprimir gasto sanitario. ¿Y qué pasa con el descontrol en educación? El FMI exige una mejor eficiencia, para lo que es esencial limitar el crecimiento del gasto por alumno, por ejemplo modificando el tamaño de las clases o racionalizando el gasto en salarios. Esto está más claro: más alumnos por aula y profesores peor pagados. ¿Lo ven? Solo hace falta leer un poco entre líneas.

Quien sí habló y al tiempo aguantó la risa de modo estoico fue Rajoy, cuando dijo hace unos días: “Fuera de España, lo saben ustedes mejor que yo, se mira a nuestro país como un ejemplo de cómo se puede salir de la crisis”.

Perdónenme, pero me resulta imposible traducir esto último.

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