Opinión

Lo normal

Cuando el horror se vuelve rutinario deja de ser horror. Lo podemos comprobar casi a diario: el primer día nos espeluznan durante unos instantes las trágicas imágenes de niños muertos o malheridos llevados en brazos de sus familiares, que los han rescatado de los escombros polvorientos tras las últimas bombas caídas en el conflicto palestino-israelí. Son niños de rostros ensangrentados y miembros mutilados; si nos fijamos un poco en sus ojos, quizás podemos comprobar que han quedado grabados en ellos el asombro y el terror del segundo exacto siguiente a la explosión de la bomba mortal. Queda marcada la barbarie en sus ojos inocentes al igual que queda fija la aguja del cuentakilómetros en la velocidad que llevaba el vehículo justo en el momento del siniestro mortal. Nos horrorizan esos rostros; lo que ocurre es que al día siguiente se nos vuelven a aparecer unas imágenes casi idénticas, de niños que se parecen mucho a los del día anterior, puede que un poco más o un poco menos altos, puede que de tez un poco más o un poco menos clara, o puede que éstos hayan quedado tendidos esta vez de un lado diferente de la franja. Sin embargo lo que no cambia es la mirada horrorizada ante la barbarie incomprendida. Ese horror es estándar, universal, se habla en cualquier parte del mundo, no hace falta aprender ningún idioma para comprender las lágrimas del niño que se busca las piernas y solo encuentra un muñón, o los gritos estridentes  de la madre ante el cadáver del pequeño recién muerto entre sus brazos. No hace falta ningún intérprete para entender ese lenguaje. Por eso cada día recibimos perfectamente el mensaje.
Pero claro, no estamos imbuidos de una paciencia infinita. Cuando esas imágenes se repiten día tras día, porque el drama que las provoca se enquista y ofusca en las mentes perversas de quienes lo alientan, nuestro sistema inmunológico se pone en alerta y empieza a funcionar; esas escenas, ya olvidada la consoladora pena inicial que nos produce, empiezan a perturbar el descanso y la autocomplacencia. Por eso fabricamos las defensas, que acuden raudas a ese rincón de la mente y del alma que aún guardaba la rabia y el deseo de transformación, y les suministran la dosis de letargo necesaria para recuperar la normalidad. Sí, la normalidad es el paso inmediatamente anterior al olvido. Lo extraordinario nos impacta y capta enseguida nuestra atención; lo normal en cambio pasa casi siempre desapercibido. Así, superado el sobresalto inicial de lo dramático, ya no queda resquicio para el remordimiento de la conciencia. Dicen algunos que esto tiene algo que ver con el propio instinto de supervivencia y la naturaleza de nuestra inteligencia emocional. “Nada podemos hacer desde nuestras casas –nos decimos-, para qué amargarnos entonces la existencia pensando en esos pobres seres; bastante tenemos con lo nuestro”. Algo de verdad hay en este pensamiento, y seguramente el pobre ciudadano, al que las propias cuitas diarias le quitan el sueño, poco pueda hacer para cambiar las barbaries que siguen asolando desde décadas muchas partes del mundo, y para que lo normal deje de una puñetera vez de serlo. Pero también es cierto que cuando nuestra capacidad de asombro, de rabia y de descontento se agota, los máximos responsables tienen su batalla ganada para siempre. Para ellos la normalidad es la máxima prioridad; por eso se trata, por lo menos, de evitar el propósito que ellos arteramente persiguen: que no nos perturbemos lo más mínimo ante la imagen del niño mutilado o de la madre privada de repente de toda su prole, que toda la barbarie de esta sociedad pase a formar parte de la cotidianeidad, y que hagamos de la injusticia el modo normal de vivir.  Lo normal a veces es un arma mortífera.

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