Opinión

Olores

Sentimos estos últimos días el olor de la primavera, nos rendimos ante él y nos dejamos abrazar por su lujuria y alegría. Y sonreímos. A punto estábamos de olvidarnos de cómo olía el cielo azul, el amanecer claro, la luz de media mañana o los fulgores de los rayos de sol que nos devuelven los cristales de los edificios y los parabrisas. Casi nos habíamos dejado vencer por la tiranía del agua y del viento que la embravecía, por la incesante lluvia que hace meses dejó de ser nómada para echar raíces en esta esquina del mundo con hambre devoradora, alentando, espoleando a ríos, arroyos y mares para que engulleran la tierra más próxima a sus fauces. Una lluvia que anegaba tierras y locales de negocio, y oscurecía el día hasta confundirlo con la larga noche de invierno; una lluvia que, pese a lo acostumbrados que estamos nosotros a ella, volvió a sorprendernos, atacando con virulencia insistente, mutando su cara, exhibiendo su poder, por si alguno osaba olvidar que el agua es el elemento más poderoso de la tierra. Una lluvia que da la vida, aunque a veces parezca devorarla.

Pero ahora, al final de tanta inclemencia, parece que se retira y se toma su descanso; en su lugar aparece el sol, que reinará durante un breve espacio de tiempo, y todo el mundo celebra su luz y el suave calor con el que quiere acariciar las pieles que ya empiezan a enseñarse coquetas. Y también llegan los olores, los aromas propios del cambio de estación, que despiertan del letargo nuestras papilas olfativas, a veces tan maltratadas por el frío y húmedo invierno. El aroma de los árboles que recuperan sus trajes verdes, la esencia de las flores y plantas que siempre nos regalan las mejores galas, el olor de los montes que un día dejaron de ser ocres porque se cubrieron de nieve, y ahora se sacuden el manto blanco para cobijar el verde de los matorrales y el amarillo de las mimosas; y también están esos otros olores diferentes, indefinibles, que no provienen de un único sitio, que son de todos y de ningún lugar en concreto, olores que se palpan entre la gente que sale a la calle a la llamada de la luz, y que se ríe porque ya está harta de tanta tristeza y oscuridad; los olores que se entremezclan juguetones entre los que se sientan en una terraza para compartir el café o la cerveza, en busca del placer momentáneo que tanto echaban de menos; el olor, en fin, que como inocente placebo nos reconforta, que quizás no exista y sea solo un espejismo que se nos aparece cuando contemplamos la claridad de los nuevos días, pero que, en todo caso, sirve para que nos podamos sacudir durante un tiempo el pesimismo que se instaló hace ya mucho entre nosotros, y poder al fin saborear en pequeñas dosis los sencillos placeres de la vida. Olores de alegría y claridad.


Por eso es necesario aprovechar los momentos de tregua que nos confiere el clima. E inspirar hondo y henchir los pulmones de esos olores frescos y nuevos; y que estos ocupen todo la capacidad de nuestro organismo, para que ya no quepan en él otros hedores que nos acechan: el miasma que emerge del cuerpo corrupto que sigue revolviéndose enfurecido, incapaz como es de reconocer la dignidad de una retirada a tiempo, y que en cambio lucha por pervivir entre nosotros pese al hedor que desprende a cada estertor de indecencia que se permite; el hedor de los que se cubren con una capa de grasa animal para que toda justa crítica le resbale, no vaya esta última a seducir a su sentido de la ética, aparcado tiempo atrás. Cuerpos recubiertos de esa capa que los hace inmunes a la vergüenza, aunque a su paso todo huela peor.


Estos olores fétidos no son cíclicos; pretenden quedarse entre nosotros para siempre; por eso es mejor emborracharse de aquellos otros aromas dulces, como bálsamo para soportar alrededor tanta basura.

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