Opinión

Pretexto para tanta locura

Y todos nos hemos llevado de nuevo las manos a la cabeza; y surgen los lamentos, la pena, la rabia incontenida; empatizamos al instante con esa mujer ensangrentada y semidesnuda que, aún aturdida por el ruido de la bomba salvaje, busca con su mirada perdida alguna respuesta al horror. Busca su zapato, sus jirones esparcidos y un cuerpo que la arrope y la resguarde del miedo que aún la atenaza. Al verla quisiéramos estar allí, pensamos por un instante, para abrazarla, para consolarla, para decirle que todos, ahora, somos su familia. Pero no, mejor no haber estado allí, concluimos después; es una lotería amarga la que te toca, la que te pone un día cualquiera, en un aeropuerto cualquiera, al borde del abismo, en el punto de mira del detonador de la bomba, y entonces te conviertes en un blanco fácil. Hemos tenido la suerte de no haber estado allí; así que, ¡pobre mujer!, y pobres todos los que se las prometían muy felices en ese mostrador de aeropuerto. Hoy, de nuevo, me he librado de la locura fanática.

Ronda ésta siempre nuestras vidas. Es lo que tiene vivir en este mundo globalizado. Nunca hemos estado tan cerca del punto más alejado del planeta. Para bien y para mal. Desde este lado del mundo se nos antoja incomprensible el terror gratuito, el deseo de infligir indiscriminadamente el mayor daño posible. Los ataques suicidas con “hombres bomba” no son prácticas nuestras, pensamos extrañados; nosotros no matamos así, a lo loco. Esas costumbres macabras son propias de países extremistas, fundamentalistas, en los que unos cuantos tipos, miembros de esta o aquella facción religiosa, se han erigido en preservadores de un nuevo orden mundial. Su Dios les ampara, están tocados del dedo divino, son los elegidos para traer de nuevo la gloria a este mundo dominado hasta ahora por el infiel. Occidente es la reencarnación de tanto mal, de tanta herejía, de tanto sexo pornográfico, que todos somos su objetivo. Por ser cómplices del maligno. Solo cuando despertemos en su nuevo Estado, libres ya de las ataduras que nos impone nuestro Gran Hermano; solo cuando por fin veamos resplandecer de nuevo el sol sobre la moderna Al-Andalus, estaremos cerca de la salvación eterna. Hasta que ese momento llegue, la guerra continúa. Guerra que se libra de modo global, en las trincheras, en los campos petrolíferos, en un mostrador de un aeropuerto o en la terraza de un bar. O con ellos o contra ellos. O infieles o servidores de su Dios. Tú eliges.

Pero es dudoso que esto sea así de sencillo. ¿De verdad la cuestión se limita a elegir entre Dios, un Yahvé o a un Alá? ¿Cómo explicar entonces esa voces cínicas que se alzan desde nuestro propio bando, cuando critican las costumbres católicas propias de Occidente, con sus pasos de Semana Santa, sus capillas en universidades y sus crucifijos en las aulas, pero luego se muestran condescendientes con los que siembran el pánico blandiendo la versión más particular y distorsionada del Corán? ¿Queremos laicismo en nuestras escuelas y administraciones públicas (lo que está muy bien), y sin embargo obviamos la locura fanática de quien asesina indiscriminadamente en nombre de Alá? ¿Nos parece un ataque el capuz del nazareno, pero no le hacemos ascos al burka, por eso de que hay que respetar la costumbre de los pueblos? ¿Alguien podría explicar esta tremenda contradicción?

No, no es la religión. Esta solo es una burda excusa. Hablemos de dinero, de intereses multimillonarios; de contactos, contratos y espionaje; hablemos de la supremacía en las rutas del oro negro; hablemos de frágiles equilibrios geopolíticos, que en cuanto se desajustan propician el caos. Quizás entonces hallemos la respuesta a esta locura que usa la religión solo como pretexto.

Te puede interesar