Opinión

Relato de la guerra silente

La barbarie está llamando a todas horas a las puertas de nuestro pequeño mundo. Sí, hace muchos años era pequeño, protegible, controlable; las fronteras respecto de los otros mundos, tan lejanos y diferentes, tan exóticos, estaban perfectamente delimitadas. Nosotros teníamos nuestro modo de vida, nuestra religión laxa, nuestras costumbres laicas y nuestros ejércitos. Y nuestro mundo era la envidia de todos. De vez en cuando algunos de nosotros dejaban la paz de este lado y se iban a los otros mundos a salvar cuerpos y almas. Y allí conocían la pobreza y la barbarie. Ecos lejanos que nadie escuchaba. Nosotros seguíamos tranquilos. Tranquilos y creciendo, innovando, exprimiendo lo que de siempre nos fue dado y creímos interminable. Pero poco a poco nuestro mundo se hizo cada vez más pequeño y frágil; nuestros suelos y subsuelos, mares y montañas agotaban sus frutos y pedían a gritos barbecho. Imposible.

El avance sin límite, el ocio, la tecnología, la robótica, la guerra espacial, las casas inteligentes, los coches inteligentes, los juegos de Pokemon… todo eso necesita combustible y materia prima para fabricarlo. Imprescindible para que nuestro pequeño mundo no se pare y siga siendo sofisticado y confortable. Los otros mundos tenían lo que a nosotros nos faltaba. Y allí fuimos a conseguir sus minerales, sus caladeros y sus cosechas. Pero lo hicimos a nuestra manera amable. Elegíamos a su jefe entre ellos, a nuestros títeres, para que pudiésemos gobernarlos en la sombra. Eran nuestros queridos dictadores, que nos abrían las puertas de su país como el capataz de un cortijo abre la verja al señorito para que nuestros capitales campasen por sus tierras libremente. Y todo para preservar la felicidad en nuestro pequeño y exhausto mundo.
Pero hace algún tiempo algo se empezó a torcer, a escapar de nuestro control. Allí se levantaron unas pocas voces que clamaban contra su jefe traidor, un vendido a las órdenes del primer mundo. Romanticismo, creíamos, en mitad de la barbarie. Y fuimos tan ingenuos que hasta nos hacía gracia que en esos mundos hubiese algo parecido a una revolución. Libertad, igualdad y fraternidad, pero en versión árabe. Y los aplaudimos, y ayudamos a derrocar a nuestros antiguos dictadores porque ya no nos servían, ya no podían aplacar la ira del miserable pueblo que reclamaba ahora su parte del pastel. Mas ocurre que los nuevos jefes ya no son nuestros títeres, y ya no nos quieren allí. ¿Qué hacen aquí los infieles? Se levantaron en armas contra todo el que no aceptase el nuevo liderazgo. Los suyos tenían que reconvertirse, olvidar las malas costumbres. ¿Cómo hacerlo? Basta una arenga retorcida desde algún alminar; basta la interpretación retorcida del muecín radical que como Lucifer escapa del sendero justo del bondadoso Corán, para que las voces tumultuosas empiecen a oír lo que quieren escuchar. La desesperación del que no tiene nada que perder encuentra fácil consuelo en la tergiversación de las creencias. Es lo que tiene llevar la fe hasta el extremismo.

Pero no es una guerra de religión, pese al envoltorio divino. Lo que en el fondo subyace es, cómo dudarlo, el control de los recursos, de los que durante tantos años hicieron nuestra vida tan confortable. Los señores de la  guerra han conocido rápido las ventajas de poseer su control. Y quieren más. Su avaricia los lleva a traspasar las fronteras con sus pequeñas cuadrillas suicidas para sembrar el terror entre nosotros, ajenos a los juegos malabares entre cloacas. Y como sus muertos de años atrás, los que dejó en su día el hombre blanco entre los más pobres de sus poblados, ahora son ellos los que siembran de cadáveres inocentes nuestras calles. Bajo la burda excusa del odio al infiel. La pequeña guerra silente ha empezado. Y no sabemos bien cómo ganarla.

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