Opinión

Retrato de amor

Jessica Whelan es una niña británica de cuatro años que está a punto de morir; padece un neuroblastoma, un tipo de cáncer infantil de alta mortalidad. Los médicos le han pronosticado unas pocas semanas de vida, pese a los tratamientos agresivos a que la han sometido para salvar su vida. Jessica se está yendo de este mundo sin remedio. Su padre, roto de dolor, decidió recientemente retratar cada instante que pase en compañía de su hija hasta que su vida diga basta y le destroce para siempre el corazón. Y ha compartido esas instantáneas con todo el que quiera visitar su página de Facebook. Lo hace, dice, para avivar la conciencia sobre el cáncer infantil y que así podamos hacer algo para que en el futuro ningún niño tenga que sufrir ese dolor. He visto sus fotografías: en ellas se ve a un padre abrazando a su hija, o besándola, o riendo con ella para fintar por momentos la angustia. O acunándola para que pueda conciliar el sueño rodeada de muñecos de peluche. La más impactante, no obstante, es una en la que se ve a Jessica retorciéndose de dolor.

Debe de ser uno de esos instantes en que la maldita enfermedad le vence el pulso a la capacidad heroica de superación. El padre, consciente del realismo impactante de la escena, no quiso restar un ápice de su dramático naturalismo, y escribe a pie de foto: «Mi bebé, sus vasos sanguíneos sobresalían debajo de su piel, una lágrima solitaria corriendo por su mejilla, su cuerpo se tensó y su cara se contorsionó de dolor». Soy incapaz de describir fielmente esa fotografía y trasladarles su descarnada realidad; la niña nos habla a través de ella, llora sobre el hombro del mundo entero. Esa imagen es un transmisor perfecto de las emociones primarias, del dolor, de la ternura, de la desesperación. Y también, sobre todo, del sentido de la vida y del sinsentido de la llamada de la parca a tan corta edad. Habrá, seguro, quien tache al padre de sensacionalista por mostrar al público el dolor inmenso de su hija de cuatro años a flor de piel. Dirán que el pudor y el recato deben primar sobre ese «sensacionalismo». Yo en cambio le doy las gracias al padre por mostrarme sin ambages esa fotografía, por hacerme partícipe, no ya de su dolor, sino sobre todo de su inmenso amor, y de su dramático empeño en aferrarse a los suspiros de su hija, a cada día que pasa más débiles, más desesperados. Y solo el mero ejercicio terapéutico de ponerse por un instante en su lugar basta para sospechar (o quizás no, imposible) el alcance de su dolor. ¿Quiénes somos, por tanto, nosotros, para juzgarlo?

Hay fotografías que se han convertido en iconos universales, también en símbolos de una época o acontecimientos históricos: la imagen del Che Guevara en posters y camisetas como bandera de la revolución y de la rebeldía juvenil; la niña desnuda que huye por un camino despavorida, tras un ataque a su aldea con napalm durante la guerra del Vietnam; Aylan, el niño sirio muerto, varado en una plata turca, prueba vergonzante del drama de los refugiados. Y tantas y tantas más que llenarían justamente estanterías de trofeos y galardones. Casi todas ellas son obra del fotógrafo sagaz o del reportero de guerra que se convierte en testigo privilegiado y enseña al mundo lo que éste, muchas veces, no quiere ver, pues altera su pétrea conciencia. Mas no es éste el caso de Andy Whelan, el padre de Jessica. Su único universo es su hija, que se le va; no es testigo de ninguna guerra, salvo la que libra, casi inerte, Jessica frente al gigante feroz. Su testimonio gráfico es una pregunta para la que no hay respuesta y un grito de rabia y de dolor. Pero sobre todo es un cántico de amor. La nana descarnada que un padre recita ante todo el mundo, aferrado a su hija para siempre. Un enorme abrazo para los dos.

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