Opinión

Los riesgos de estar vivos

Desde que nacemos estamos sometidos al riesgo de morir, por muy nimio que éste nos parezca en los primeros años de vida. Por muy difícil que se nos haga adivinar el rostro de la parca si se le ocurre visitarnos a destiempo. Cada día que vives mueres otro también, y empiezas a recorrer la distancia de cero a cien años a velocidad de vértigo. Una velocidad que nos impide apreciar los riesgos y azares que asolan por los cuatro costados y nos hacen insignificantes seres, sometidos a la veleidad de la buena o la mala suerte. El niño que baja a tumba abierta en bici una carretera comarcal se cree inmortal, y es ajeno a la tragedia que puede nacer de un pedrusco en mitad de la calzada o un perro palleiro que se cruza en una curva de escasa visibilidad. Y por fortuna casi siempre el peligro se aleja, sin que en esos años maravillosos de eclosión por estar vivos hubiésemos sido conscientes de cuán cerca estuvo en alguna ocasión el drama inesperado. Cuanto más se exprime la vida más se minusvalora el riesgo inherente. Y es bueno que esto sea así, pues de lo contario el miedo a morir nos impediría vivir. 

Y pasan los años, y la pubertad y adolescencia dejan paso a la juventud loca. ¡Qué gusto producía desviarse un poco del camino en esos años! El rechazo, por principio, de toda norma ejercía el atractivo propio de la rebeldía: las melenas, las borracheras baratas, la movida de los años 80, antes la revolución de los sesenta – pobre reminiscencia del mayo francés -, el rock, el punk, la psicodelia..., muchos han probado en esos tiempos el gusto de lo transgresor o provocador; las miradas de rechazo de los viejos en la acera, estupefactos al cruzarse con las crestas de colores y las vestimentas de cuero, eran el justo premio por salirse de la gris uniformidad. Claro que también se corrían riesgos de que la vida se quedase varada en la cuneta de una carretera o en cualquier portal del casco viejo de la ciudad. Un chute mal apañado o un síndrome (mono) imposible de superar podía llevar al menda al otro barrio cualquier aciago día. Y el alcohol al volante gozaba por aquel entonces de tal permisividad, que una noche de marcha loca sin tener vehículo te convertía prácticamente en un pringao. Y sí, seguro que muchos podríamos recitar los nombres de algunos que tuvieron la mala suerte de caer en desgracia, de sucumbir a los riesgos que, sin que nos diésemos cuenta, se pegaban a la piel. Nombres y apellidos de víctimas del alcohol, las drogas o ambas cosas a la vez, al alcance de cualquiera.

Ahora somos adultos; los riesgos ya no se buscan tanto; el cuerpo, entrado en los cincuenta o sesenta, empieza a flaquear, leve pero inexorablemente. Te dice al espejo, oye, colega, lo siento, dejaste ya de ser un chaval. Y entonces, casi sin querer y sin que se enteren muchos, empiezas a evitar aquellos riesgos que antes para ti pasaban inadvertidos o buscabas con gusto, y ahora en cambio, si los corrieses, te harían a los ojos de algunos patético y temerario: no corres al volante, no bebes si has de conducir, no buscas la adrenalina de la velocidad en dos ruedas, tampoco te lanzas a tumba abierta por una pista nevada... Y un día te sorprendes gritando a tus hijos, al ver que hacen las mismas cosas que tú hacías a su edad, ¡cuidado, hijo, que te vas a matar! Y él gira la cabeza y te mira con una mezcla de sorpresa y superioridad, como si te dijese con la mirada: ¿Pero qué dices, papá?

Es un milagro hermoso ir cumpliendo las etapas, sorteando los riesgos reales o imaginarios que, cómo negarlo, ponen salsa a la vida. Por eso expriman el gozo; y solo de vez en cuando, y aun a riesgo de que lo tachen de loco o temerario, maduro o viejete, compórtese como un chaval. Una dosis de adrenalina, de vez en cuando, no viene mal.

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