Opinión

Ritmo diario de un pobre crío

El chaval de diez años, estudiante de primaria, se levanta a las ocho y media de la mañana. Y eso porque tiene la suerte de vivir en una ciudad pequeña, donde la distancia desde su casa hasta el colegio apenas le lleva diez o quince minutos recorrerla. Si viviese en una gran ciudad el madrugón sería mayor.

Termina a la una la última clase, y se apresura para llegar a tiempo los días que le toca la academia de inglés. Tas ella, famélico, recorre de vuelta a casa los mismos quince minutos para llegar exhausto y devorar en apenas veinte minutos la comida y postre que le han preparado con esmero. Son las tres menos veinte; el pobre crío apenas tiene treinta minutos para “no hacer nada”, para desconectar del ritmo loco diario; pero resulta que le ha quedado pendiente una tarea que la noche anterior, por pura imposibilidad cronológica, no pudo terminar.

A las tres y cuarto sale de nuevo por la puerta; quedan dos horas más por la tarde, y después de clases toca entrenamiento con el equipo de fútbol. Mens sana in corpore sano, que se dice. Entre unas cosas y otras, hasta las ocho y cuatro de la tarde (de la noche) no estará de nuevo en su casa. Y resulta que es época de exámenes, de deberes en todas las asignaturas, de fijación por el profesorado de esa pomposidad llamada estándares de aprendizaje evaluables (otro parto infumable de la LOMCE). Así que el chaval se sienta derrotado de antemano ante sus libros a las ocho y media. Aún le queda, siempre y cuando a su mollera le reste algo de cuerda, una hora y cuatro más para dejar preparadas con ciertas garantías las asignaturas del día siguiente.

Ya son las diez y media. Toca cena. Nada de relajarse ni de explayarse demasiado, que es también la hora de los padres, y éstos no ven el momento de sentarse, por fin, con la bandeja delante del sofá. Le enchufamos un colacao con galletas y va que rula. Alimento completo para deportistas. Se lo toma de manera autómata, y tras el cepillado de dientes, se mete en la cama como un zombi. A las once de la noche al crío se le cierran los ojos de puro agotamiento. Tiene nueve horas por delante para recuperar fuerzas para el día siguiente, que será igual o peor. Así que a callar, que ya es hora de dormir.

Resumen de la jornada de un chaval de diez años: cinco horas y media de clases lectivas (recreo aparte), más una hora de perfeccionamiento de idioma y otras dos horas realizando deberes en casa, suman un total de ocho horas y media de trabajo intelectual al día. Si le sumamos un par de horas más durante el fin de semana (porque, claro, seguro que, si no se le ponen más tareas, el crío olvidará todo lo aprendido desde el viernes hasta el lunes, ¿verdad?), resulta que los sometemos a una carga de trabajo, a bote pronto, de cuarenta horas semanales. Lo han leído bien. Eso sin contar con las actividades no estrictamente académicas que también los mantienen ocupados. Y resulta que somos tan gilipollas, que tras exprimir a nuestros críos con estas jornadas maratonianas, en lugar de lumbreras salen tipos con un nivel académico y cultural penoso, de lo que, evidentemente los profesores no tienen culpa alguna.

Nadie parece darse cuenta de que en educación debe primar la calidad sobre la cantidad. Que un niño de diez años trabaje más que un currito de una fábrica debería hacernos recapacitar. Pero ocurre que en este país de cainitas la educación dista mucho de ser una cuestión de Estado. Y así nos va. Solo nos queda pedir que, mientras se van cambiando las leyes educativas y los planes de estudios al son del color del partido que gobierna en Madrid, y de la Comunidad Autónoma en la que uno vive, podamos dejar a los niños un poco de tiempo para algo tan básico, tan innato a su ser y tan necesario para su desarrollo como personas como es el jugar. A algunos, qué pena, casi se le ha olvidado.

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